DALIA PERKULIS
EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Hay cosas que no sé hacer y punto. Entre ellas:
Tronar los dedos.
Expulsar un gargajo.
Eructar intencionalmente.
Andar en bici.
Patinar en hielo.

Cuando tenía 15 años mi papá me enseñó a andar en bici, pero ya estaba yo muy grande para ignorar el temor al ridículo, peor tantito para tolerar la frustración (aunque se supone que uno madura) y luego muy ciscada de lastimarme. Es decir, casi estaba desprovista de espíritu aventurero. La cosa es que no aprendí.

Tenía la certeza de que estaba negada para las maniobras de equilibrio: físico y mental.

No exagero, un día de hecho le comenté a la maestra de yoga que no se me daba el equilibrio. Que no sabía ni patinar, ni andar en bici, ni esquiar en agua y juraba que en nieve tampoco aunque no lo había intentado. Me respondió, en estado de total quietud y armonía, que la dificultad para mantener el equilibrio físico era un síntoma de la dificultad para mantener el equilibrio emocional. ¡Toing!

Pero el otro día fui a patinar en hielo con mis retoños y que me sostengo de pie. Y no sólo eso, conforme transcurrió mi estancia en la pista de hielo, cada vez con mayor velocidad y estilo.

A mi sensación de conquista, se aunaron la música “punchis punchis” que reinaba en la pista y la dicha de divertirme a la par de mis retoños (es difícil encontrar actividades recreativas que nos complazcan a todos), así que estaba eufórica.

Mientras patinaba me acordé de la última vez que lo había intentado y había fracasado estrepitosamente, cuando iba en la secundaria. Entonces, pista y patines se rentaban por hora y yo me pasé 60 minutos encaramada a la red que rodeaba la pista como una malla. No pude despegarme ni un segundo.

Después de esa ocasión agregué a todos mis epitafios en vida el de “jamás patinar”.

No sé cómo me atreví a volver a la pista. Con la maternidad cambia uno. No sólo se adquiere la disposición de ceder el bocado más apetitoso del mejor postre a los hijos y se es más escrupuloso para proteger al rebaño, sino también, paradójicamente, se vuelve uno más aventado en ciertos apectos. Esto es casi involuntario y contra toda la resistencia al cambio que se arraiga con la edad.

Tanto insisten que se educa con el ejemplo y tanto aspira uno a que sus hijos sean intrépidos y no cobardes como uno, que hasta es capaz de ponerse los patines y meterse a la pista con la lápida del “no puedo” a cuestas.

Conforme patiné ese sábado con mis retoños (orgullosísimos de su mamá entrona) se evaporó el vergonzoso recuerdo del fracaso en la pista a los 15 años y recordé una imagen anterior a esa, de mí patinando en hielo fluidamente con mis primos, y siguió una imagen más remota aún, de mí patinando en ruedas afuera de mi casa, divertidísima, cuando todavía se jugaba en la calle. Antes de los estigmas, antes de las creencias paralizantes de “todo o nada”.

Como en la pista de hielo, entré a un trabajo nuevo.

Todo igual. Según yo, estaba negada para las ventas, pero me metí a vender, no topers, ni Amway, no da uno de tumbos tan drásticamente, sino contenidos digitales. Me metí a vender los mejores contenidos digitales que se desarrollan en México y en el mundo (¡lleve lleve!)

Conforme me he curtido, he recordado que fui un fracaso total al vender boletos para rifas de beneficencia en su momento, pero también que cuando iba en la prepa, hice una “lanota” vendiendo bolsas, misma que me quemé hasta el último centavo con muchísima satisfacción en Europa e Israel cuando viajé varios meses al término de la prepa.

Ahora quiero andar en bici. Los eructos, los gargajos y la tronada de dedos en serio no creo que sean factibles (habla el Chamuco que vive dentro de mí), pero me anda tentando la bici. Obvio, casco, rodilleras, espinilleras, coderas y guarda de dientes de por medio, tampoco se transforma uno tan drásticamente, insisto, pero quiero probar.

Y quiero escribir una novela.

Cuando a mi abuelo, que era jocoso, le preguntaban si hablaba francés, respondía, sic. “a lo mejor sí, nunca he probado”.
Y no estaba tan equivocado.