ESTHER SHABOT/EXCÉLSIOR

Ocho meses han pasado desde que se iniciaron las protestas populares en Siria contra la dictadura de la familia Assad que lleva cuatro décadas gobernando al país con mano de hierro. Se ha señalado repetidamente que a pesar de la brutalidad de la represión gubernamental que ha cobrado según la ONU más de 3,500 muertes y miles más de apresados y torturados, era del todo imposible que la comunidad internacional interviniera militarmente de forma directa a la manera en que lo hizo en Libia, debido a múltiples factores de peso que hacían inviable una campaña de ese tipo.

Y sin embargo, las cosas han llegado a tal punto crítico que el destino del régimen de Bashar al Assad parece acercarse cada vez más a lo ocurrido con Ben Ali, Mubárak y Gadhafi, ya que las protestas continúan y día con día crece también el número de actores internacionales que repudian y condenan las acciones del gobierno sirio, o que dan muestras de empezar a dejar de ser apoyos incondicionales de éste (léase Rusia, China e Irán).

La cadena de condenas a Damasco se ha ido abultando conforme pasa el tiempo. Las potencias occidentales expresaron desde el principio de las protestas que Assad debía abandonar el poder, y Turquía, vecino y por mucho tiempo socio y aliado firme de Siria ha roto con ella, ha impuesto un embargo de armas a Damasco y por boca de su primer ministro, Tayyip Erdogan, ha estado exhortando a la comunidad internacional a actuar para detener las masacres. Pero el mayor golpe contra Assad ha sido la decisión tomada por mayoría de votos hace unos días por la Liga Árabe de suspender a Siria como miembro de este organismo. De los 22 países árabes que lo integran sólo tres votaron en contra de la expulsión de Siria: Siria misma, Yemén y Líbano, mientras que hubo una sola abstención, la de Irak.

Las posturas de Yemén y Líbano se explican por las circunstancias específicas de ambos. En el caso de Yemén su reacción resulta lógica ya que su gobierno experimenta una situación de acoso popular muy parecida a la sufrida por Assad. En cuanto a Líbano, no resulta extraña su solidaridad con el dictador de Damasco en la medida en que el gobierno libanés está integrado mayoritariamente por las corrientes que representan en esencia los intereses de Irán y de la propia Siria, a saber, el Hezbolá y algunos otros grupos de cristianos pro-sirios. De hecho, la postura libanesa en la votación resulta elocuente del grado de dominio que las facciones afines a Teherán y Damasco poseen en el entorno del País de los Cedros. Por otra parte, la abstención de Irak pareció obedecer a la influencia que los kurdos iraquíes han conseguido dentro del gobierno de ese país.

La expulsión de Siria de la Liga Árabe constituye sin duda un paso importante para el debilitamiento del régimen de Assad. De ahí derivarán muy probablemente sanciones económicas y políticas que afectarán a sectores empresariales y militares hasta ahora leales a la dictadura siria y que bien podrían cambiar de bando ante esta disyuntiva. Incluso se ha reportado que uno de los respaldos más importantes de Assad, el encarnado por el régimen de Teherán, está abriendo nuevas puertas en vista del ocaso previsible del control de Assad. De acuerdo al Britain’s Daily Telegraph, se celebró ya un encuentro entre los líderes de la oposición siria y representantes del gobierno de los ayatolas, deseosos éstos de asegurar sus intereses a futuro en caso de que efectivamente Bashar Assad se vea obligado a abandonar el poder.

Así las cosas, cada vez se vuelve más real la posibilidad de un cambio de régimen en Siria. Las preguntas, como fue en su tiempo en los casos de Egipto y Libia, son qué tanto tardará este panorama en concretarse y a qué precio en sangre, e inmediatamente después, qué fuerzas se adueñarán de poder y qué capacidad tendrán de manejar un país como Siria, fragmentado en una diversidad de grupos étnicos y religiosos con intereses divergentes y añejas cuentas que saldar.