BERNARD-HENRI LÉVY/ EL PAÍS/ TRADUCCIÓN JOSE LUIS SÁNCHEZ SILVA

Fue el hombre que cargó con la restauración y glorificación, en Tiberíades, al borde del lago, de la tumba de Rabí Meír Baal Hanes, también llamado el “Hacedor de milagros”, que fuera, en el siglo II, uno de los principales redactores del Talmud.

Organizó innumerables encuentros por la paz entre imanes y rabinos, llegados del mundo entero

Fue el hombre que, en honor a Simeón Bar Yojai, ese otro maestro, ese otro santo, probable autor del Libro oculto, es decir, del Zohar, creó en el monte Merón, el punto más alto de Israel, cerca de Safed, uno de los mejores institutos de estudios hebraicos del mundo.

Fue el hombre que, en 1967, después de que el Tsahal [fuerzas armadas israelíes] acabase con una coalición de ejércitos que, una vez más, perseguían su aniquilación, decidió reconstruir en la Ciudad Vieja de Jerusalén, frente al Muro y piedra por piedra, una de las más antiguas escuelas rabínicas de la región: la yesibá Porat Yosef, arrasada por la Legión Árabe en el mismo momento (1948) en que rechazó el Plan de Partición de Palestina.

Probablemente, fue uno de los hombres que, en la segunda mitad del siglo XX, encargaron el mayor número de sefer Torá, o rollos de la Torá, para depositarlos en las sinagogas más famosas del planeta, así como en las más recónditas. De un judío que escribe o encarga aunque solo sea uno de los 304.805 caracteres que, sobre el pergamino idóneo y con ayuda de una pluma preparada a tal efecto, componen un sefer Torá se dice que se ha ganado la santidad. ¿Qué decir, entonces, de este judío que, de Clermont-Ferrand a Roma, Nápoles y Nueva York, pero también de Rodas a Budapest y de Manila a Kinshasa, dedicó su vida a vivificar los textos sagrados?

Que yo sepa, fue también el único hombre que, ya en 1990, asumió la tarea de evacuar y procurar tratamiento a los niños de Chernóbil. Fue el promotor de un hospital infantil en Tel Aviv cuyos pacientes son mayoritariamente palestinos. Fue el organizador de innumerables encuentros por la paz entre imanes y rabinos, hombres de la fe y de la duda, llegados del mundo entero.

Y, finalmente, fue el hombre cuyo nombre porta desde hace poco la legendaria ENIO -esa pequeña escuela parisiense que fuera la casa de estudios de Levinas y, para los hombres de mi generación, permanece vinculada a su recuerdo y a su obra-, como reconocimiento a lo que hizo durante su vida por los estudios hebraicos y la propagación de su esplendor; y como reconocimiento también a lo que, fiel a su memoria, sigue haciendo Lily, su viuda.

Ese hombre se llamaba Edmond Safra.

Hace 12 años, las páginas de sucesos se hicieron eco de su absurda muerte, asfixiado durante un incendio criminal en un apartamento paradójicamente demasiado fortificado.

La historia de las finanzas sitúa a este ciudadano del mundo, descendiente de una antiquísima familia de judíos sirios cuyas caravanas de camellos recorrían ya el Imperio otomano, entre los grandes banqueros anteriores a la época de las agencias de calificación, la locura del dinero y la especulación desenfrenada.

El lunes, en la Gran Sinagoga de Ginebra, he decidido honrar al bienhechor, al filántropo, al heredero de los Adolphe Crémieux, James Rothschild y Moses Montefiore, esos hijos de las Luces judías que comprendieron que la filantropía no es una cuestión de caridad, sino de justicia, y que esa obra de justicia tiene por objeto la reparación del mundo, su tiqqun, una palabra humilde y gloriosa que expresa el doble rechazo hacia el orden de las cosas, por una parte, y hacia una revolución que, por otra, nunca hace sino renovar los procedimientos más tiránicos del orden que cree haber derribado.

Y, sobre todo, intento bosquejar el retrato de un judío complejo, que bebió de todas las fuentes, escarbó en todas las memorias y, a veces, parecía ingeniárselas para atraer sobre sí todos los rasgos dispersos -él habría dicho, como en su amado Zohar, los “fragmentos quebrados”- de una tradición cuyos distintos aspectos le resultaban igualmente familiares: el estudio, pero también el saber (¿acaso este discípulo de Simeón Bar Yojai no es también el hombre que, en 1996, donó al Museo de Israel el primer manuscrito de Einstein sobre la teoría de la relatividad?); la piedad más intensa, pero también la extensión de la moral de la Torá a todos los campos de la experiencia y el sufrimiento humanos (y, a fin de cuentas, ¿esto no es un sinónimo del nombre de Levinas, hoy asociado al suyo?); el espíritu de resistencia (Rabí Akiba) y el de prudencia (Rabí Meír) que rivalizan en el alma de todos aquellos que, hasta nuestros días, han meditado y meditan sobre la grandeza y la tragedia de las revueltas judías de los primeros siglos de la era cristiana.

En síntesis, una especie de judío total. O, en sentido estricto, de judío absoluto. O, para citar, desfigurándola un poco, una fórmula de mi amigo Benny Lévy, un verdadero “judío del siglo” que trenza un cordón singular con los hilos de una memoria común y del que apenas conozco equivalentes.

Gloria a este hombre. Alabado sea su nombre. Por mi parte, celebro poder terminar con esta nota un año de ruido y de furia, un año marcado como ninguno por el debate sobre la guerra justa y las aporías de la violencia, un año en el que el nombre judío -como otros, pero más que ellos- ha sido rehén de una historia tan rica en promesas como en presagios funestos.