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La revuelta se alimenta del descontento social ante un sistema mafioso, en el que además se han hundido los servicios sociales más básicos

Quién era peor, el padre o el hijo?». Durante la última década, preguntar esto a un sirio era ponerle en un serio aprieto, e incluso hoy pocos podrían dar una respuesta clara. «Bashar es peor», nos decía recientemente Abdullah, un militante de la oposición en Yebel Zawi, indicando las matanzas de estas semanas. «Qué va, son iguales. Tú eres joven y no te acuerdas de lo de Hama», le respondió Mohannad, persona de más edad.

En Hama, Hafez al Assad, padre del actual presidente, masacró en 1982 a un mínimo de 20.000 personas para reprimir una rebelión islamista. Y precisamente la corrupción del régimen fue uno de los principales motivos esgrimidos por los insurrectos.

Sin embargo, las cosas podrían estar yendo a peor. Según el índice de Corrupción 2011 de la organización suiza Transparencia Internacional, Siria está situada en el puesto 127 de 178 países (cuanto más alto es el número, mayor corrupción se indica), junto a varios Estados africanos.

Además, los compañeros y lugartenientes del viejo Hafez tendieron a favorecer a sus comunidades de origen. En cambio, los que hoy día secundan al actual presidente Bashar han nacido y crecido en Damasco, y no mantienen ningún vínculo con otras regiones, cuya gestión se ha descuidado considerablemente en la última década.

Ello, unido al colapso de servicios sociales como la educación y la sanidad, ha provocado un descontento que raya en la desesperación. No es casual que las protestas apenas hayan prendido en Damasco y Alepo, las dos capitales económicas del país, mientras las ciudades más castigadas por la mala administración, como Deraa Homs, arden por los cuatro costados.

Así las cosas, Siria está asistiendo a un fenómeno inédito: las pequeñas rebeliones de ciudadanos que se niegan a pagar los sobornos exigidos por los funcionarios incluso para las gestiones más elementales. Hasta hace unos meses, este tipo de contestación garantizaba una visita sorpresa de la Policía secreta al alborotador. Pero ahora, dado que los muy mal pagados empleados públicos cuentan con estos ingresos extra para llegar a fin de mes —y con las autoridades ocupadas en tareas represoras más importantes—, esta forma de desobediencia apolítica amenaza con socavar el sistema desde los cimientos.

El hijo «débil»

Además de a las acusaciones de corrupción, Bashar ha tenido que enfrentarse a otro estigma desde el inicio de su gobierno: su presunta debilidad. «Hafez al Assad jamás se hubiera retirado del Líbano ni trataría a Nasrallah, el líder de Hizbolá, como un igual», opina el profesor Barry Rubin, director del Centro de Investigación Global Internacional de Herzliya, en Israel. Y eso explica en parte la errática reacción del régimen a las protestas antigubernamentales, que ha combinado una violencia en ocasiones brutal —aunque no lo suficiente, en opinión de algunos miembros de la familia Assad— con otras medidas conciliatorias.

Cuentan los anales de la historia que un día, a finales del siglo XIX, un forzudo turco llegó a una aldea en las montañas del noroeste de Siria y retó a los locales a luchar con él. Uno de ellos, un tal Suleyman, le dio tal paliza que desde entonces empezó a ser conocido como «El Wajish», «el malo» o «el salvaje».

Tanto Suleyman el Wajish como sus descendientes resultaron fieros guerreros, excelentes tiradores, valientes hasta la temeridad. En los años 20, la familia, que se había ganado cierta respetabilidad, cambió su apellido por «Al Assad», «el León», apodo que mantendría su nieto Hafez, llamado a regir los destinos del país.

Ahora, Bashar pelea por mantenerse a la altura de sus antecesores. Es sabido que el viejo Hafez nunca lo tuvo como primera opción para la sucesión: ese lugar le correspondía a su hermano Basel, que tenía entrenamiento bélico y era un deportista y pistolero consumado.

Pero este murió en un oscuro accidente de tráfico en 1994, y Bashar, que por aquel entonces se preparaba para ser oftalmólogo en Londres, fue llamado de regreso a Damasco. Hasta hace poco, el viajero en Siria se encontraba con la omnipresencia de imágenes del trío del régimen: Hafez, Bashar y Basel. Pero estos días ya solo queda Bashar, como si el régimen intentase dejar claro que el presidente, el líder, es él y solo él.

Ni su padre, ni su hermano ni ningún otro fantasma de la familia.