MIRIAM MOSCONA. HUMANITARISMO Y CULTURA. EDITORIAL: UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMO DE MÉXICO Y COMITÉ UNIDO TRIBUNA ISRAELITA.

De niña me acostumbré a escuchar un español extraño:el que hablaban mis abuelas. Un español traído de otros mundos: el ladino. Como parte de una familia judía sefardí que se arraigó en México en los cincuenta viví un exilio miniatura. En mi casa se cocinaba con masa de hojaldre y miel para preparar dulces de almendra o se usaba semillas de cardamomo para aromatizar el café. Los guisos de arroz suelen mezclarse con viejas costumbres de Oriente y las hojas de parra que aparecen en el Antiguo Testamento se alternaban con la cocina mexicana. Así, en la lumbre de hornillas concilia una suerte Organización de las Naciones Unidas en la que calladamente fui formada.

Como adentro de una caja china, supe lo que era encarnar una realidad dentro de otra. El conocimiento, sin embargo, es la infancia algo anterior al conocimiento: se absorbe, toca nuestros sentidos antes que a nuestro intelecto. Muy poco sabía entonces de la diáspora y del exilio: lo vivía con una hermosa ambigüedad que con el tiempo me enseñó a amar las diferencias entre los grupos que conforman una nación. México ha tenido en este siglo y aun en los anteriores un carácter de umbral. Puerta de entrada para comunidades españolas, chinas, libanesas, judías, africanas.

México se ha enriquecido por los panaderos ya barateros, los escritores y artistas plásticos que llegaron empujados por la guerra de 1936. También las dictaduras latinoamericanas arrojaron importantes, desesperados grupos de exiliados que devolvieron con sus costumbres y sus diferencias una visible riqueza a nuestro espectro cultural.

Desde siglos pasados, ritmos de otros mundos se integraron al habla, a la danza, a los sones, a los instrumentos musicales, a las letras, al movimiento de caderas de las mujeres que viven cerca del mar.

Me reconozco en una enriquecedora dualidad: la mexicana encarnada en mi lengua cotidiana, en mis hábitos de pensamiento, de risa, en las calaveras de azúcar. Y también en aquella otra que me da la sangre de los que durante 1 400 años fueron parte de la fuerza espiritual de España, de ese perfil destaco con rasgos de tres culturas.

Después de la expulsión de 1 492 se gestó la conciencia de pertenecer a un brazo de aquel cuerpo formado por los judíos esparcidos en el mundo. En Constantinopla, por ejemplo, había comunidades de Toledo, Córdoba, Lisboa, Aragón y Cataluña. Cada uno traía sus propias ligas con España pero todos estaban entrelazados por la fuerza que los mantuvo vivos: el lenguaje.

Salónica, Esmirna, Sofía, Ámsterdam, Constantinopla -algunos de los centros sefardíes más importantes- concentraron aquella dispersión de dispersiones, aquella diáspora de diásporas.

Como un camaleón que crea nervaduras en su cuerpo para confundirse con el árbol, el ladino o judezmo se impregnó de voces hebreas de la Biblia o de otras recogidas de las nuevas patrias que el destierro les impuso. Giros turcos, griegos, italianos fueron así las nuevas nervaduras que crecieron en el cuerpo de esta lengua, casi en extinción, hecha de exilios.

El apego al idioma produjo una literatura que comprende desde traducciones de la Biblia y de obras litúrgicas, éticas y religiosas hasta los entrañables cantares, coplas y proverbios; desde poesía religiosa y profana hasta obras cabalísticas, lo mismo compendios agronómicos, astrológicos y aritméticos.

Muchos de los que en España dejaron amigos, raíces, obras, conservaron las llaves de sus casas. Mi abuela paterna, por ejemplo, había recibido de sus padres, y de los padres de sus padres, esa emblemática llave que sus ancestros se habían llevado de algún portón de Toledo. Esa llave, objeto arquetípico de promesa y expulsión, concentraba su deseo de retorno. Fue en un principio, como en los cuentos de hadas, la llave de los sueños, y más tarde se volvió la dolorosa certeza de una imposibilidad.

Quiero recordar un relato bíblico que concentra en forma notable, mítica, la historia de un exilio. La mujer de Lot, una mujer sin nombre, liberada junto con su familia momentos antes de la destrucción de su ciudad, es advertida con la palabra de Dios: “No mires atrás, no te detengas en parte alguna del valle, huye al monte si no quieres perecer”. Dios hizo llover azufre y fuego desde el cielo. Su ciudad, Sodoma, quedó destruida. Pero la mujer de Lot, mujer sin nombre, con hermoso espíritu de rebeldía, desobedeció y fue convertida en estatua de sal. Lo último que sus ojos vieron fue su ciudad en llamas. Así quiso perecer.

 

En este relato encontramos un triángulo formulado por líneas de la rebeldía, la memoria y la voluntad de la mirada que gira hacia la destrucción, como un acto de amor que conservará en el bloque petrificado una imagen elegida. Ella permanecerá, por fuera, en ese mármol de sal duro y estático, pero por dentro conservará un hermoso movimiento, ciertamente de dolor pero también de libertad. Gira para conservar algo suyo, algo que acompaña su petrificación, una memoria que le da sentido a su muerte. La familia de la mujer de Lot sigue de largo. No pueden ayudarla, no deben girar atrás. Es inquietante ver lo que ocurre más adelante. Las hijas y el padre se embriagan y ocurre la primera historia de incesto que cuenta la Biblia. Un incesto no castigado, podría decirse que permitido. Lot se acuesta con sus hijas para perpetuar la descendencia. Sin ésta, no habría continuidad. Nadie juzga este acto transgresor porque oculta un sentido de permanencia en la Tierra.

 

Me permito asociar este conmovedor relato con incontables historias vividas por hombres y mujeres de este siglo. Quisiera terminar esta reflexión con un poema que cierra un viejo libro mío, las visitantes, y que fue animado por la convicción de que, en nuestro destino, cualquiera que éste sea, no debemos vivir entre paréntesis, tal como lo dijera el filósofo español Joaquín Xirau a sus hijos cuando se embarcaron para México en 1936. El poema se titula “Carta de naturalización” y su nombre obedece a una anécdota de mi infancia.  Encontré escrita mi acta de nacimiento, junto al nombre de padre y de mi madre, la fe de nacionalidad. Allí se consignaba la palabra “apátrida”. Me pregunté dónde quedaría ese país. En qué continente estaría el país apátrida. Años después ellos obtuvieron su carta de naturalización y se hicieron mexicanos. Eso, en parte, animó la escritura del poema, concebido tiempo después, cuando ellos habían perdido para siempre cualquier sentido de nacionalidad. Mi padre murió en 1963 y mi madre en 1976. Ambos hablaron español con adorable corrección y se integraron plenamente como judíos búlgaros sefardíes a la comunidad de México. La erradica es una forma de revelación. El ser judío como la imagen de una caja china o de una muñeca rusa en las que una realidad cabe en otra. “yo es otro”, decía Rimbaud.

 

Carta de naturalización.

Las hijas extranjeras nacimos con agujas

minuciosas.

En tiempos nobles

visitamos museos de París.

Entramos al Louvre a buscar La Gioconda.

También nosotras crecimos en la adversidad

y sonreímos con rictus previsibles.

Si la guerra nos empujó de viejo continente un soplo nos condena a duplicar nuestra visión.

Permanecemos a perpetuidad.

Nos debatíamos entre estancias y partidas.

Deseamos dar a luz a la intemperie

para que la sangre caiga en tierra firme

hasta que las raíces se pierdan en la historia