MATT GROSS/THE NEW YORK TIMES SYNDICATE

Como viajero, no soy una persona particularmente melindrosa. Voy casi a cualquier parte en cualquier momento. ¿Pasear a caballo por las montañas de Kirguistán? ¿Por qué no? ¿Pasar la noche en una ciudad fronteriza de Birmania? ¡Seguro! De hecho, de todos los aproximadamente 200 países del mundo, sólo hubo uno – además de Afganistán e Irak (que mi esposa considera demasiado peligrosos) – en el cual no tenía ningún interés en visitar: Israel.

Ello sorprendió a amigos y molestó ligeramente a mis padres, quienes lo visitaron con mucho gusto. Como judío, en especial uno que viaja constantemente, se esperaba que al menos tuviera bajo mi radar al Estado judío, aunque no fuera porque planeara un peregrinaje en el futuro muy cercano. “¡Hay comida increíble en Tel Aviv!”, decían.

Sin embargo, para mí, un judío profundamente laico, Israel se ha sentido siempre menos como un país que como una carga dudosamente política. Luego, el otoño pasado, mi amigo Theodore Ross – el autor del libro próximo a salir a la venta, “Am I a Jew” (¿Soy judío?) – me sugirió que fuera a Jerusalén. Y, de pronto, al sentir que la vida me ponía en evidencia, reservé un vuelo. Pasaría seis días de diciembre en el lugar más sagrado del planeta, y, rodeado de los muros de piedra de 500 años de antigüedad de la Ciudad Vieja y legiones de cristianos, judíos y musulmanes, sería el no creyente solitario.

No obstante, la propia Ciudad Vieja resultó ser, al menos en términos geográficos y arquitectónicos, el tipo exacto de lugar en el que me siento a gusto. Dentro de esos muros de 12 metros de altura había el laberinto compacto que había esperado, distribuido sin ningún aparente sentido del orden; o quizás un orden que todavía no podía percibir.

De cualquier forma, fue un placer visceral dominar sus senderos, moverse con prontitud por las calles cubiertas y atestadas del mercado, pasando por la tienda de “kebabs” de cordero asados al carbón (¿el nombre? “Tienda de Kebabs”, dijo su chef)y luego subir la escalera, que se puede pasar con facilidad, en la calle Habad, hacia los techos vacíos por arriba del mercado mismo, donde apenas se filtra el ruido del comercio. Me encantó sentir las piedras desgastadas resbalar bajo mis tenis, y el olor astringente de las hierbas al pasar junto a mujeres palestinas que vendían manojos de salvia cerca de la Puerta de Damasco.

La frontera entre lo moderno y lo medieval era poco firme aquí. Había cibercafés colocados en recovecos cavernosos; se vendían carneros, leones y burros (en realidad, Burro de “Shrek”) de peluche en puestos del mercado; soldados israelís merodeaban con ametralladoras dentro de las antiguas puertas fortificadas.

E igual de fluidas – para mí, aunque no para los habitantes -, eran las líneas entre los barrios. Daba vuelta en una esquina y, de pronto, me encontraba en la nueva construcción del Barrio Judío, donde placas informativas detallan la historia de sinagogas reconstruidas. Otra esquina, y terminaba en el Barrio Armenio, demasiado tranquilo, donde, se dice, los patios cerrados contienen redes de calles secretas a las que nunca penetraría.

Convertí en mi propio escondite secreto al Hospicio Austríaco, una enorme casa de huéspedes de mediados del siglo XIX, visitada por todos, desde Francisco José I hasta el músico Nick Cave, y cuyos muros sin pretensiones de la planta baja se pasarían a menos que se supiera que están ahí. Mi habitación era un espacio grande y confortable con pisos dameros en blanco y negro, muebles de madera sencillos y Wi Fi altamente funcional. Desde las ventanas, miraba torres de iglesias al oeste y – casi tan cerca como para tocarlo – el dorado Domo de la Roca, que reflejaba el sol crudo del medio día y a la luna a medianoche.

La Ciudad Vieja sí presentó un problema: no podía salir. No es que no pudiera encontrar el camino, sino que seguía distrayéndome, y felizmente. Había venido a este lugar para deambular por sus calles serpenteantes sin el beneficio de un mapa o una guía turística para permitirme saber qué estaba dónde, y cada descubrimiento de un punto de referencia de fama mundial hacía que me parara en seco. ¿La iglesia del Santo Sepulcro? Dios santo, estaba justo ahí, a unos cuantos pasos de la Tienda de Kebab, un emblema vasto y severo de la cristiandad.

Cerca, estaba la iglesia luterana del Redentor, ahora mi iglesia favorita en todo el mundo. Construida en el mero final del siglo XIX, es imposiblemente elegante y sobria, con arcos de piedra gris pálido, casi sin ornamentación aparte de las ventanas pequeñas, terminadas en punta y vitrales de colores brillantes. Regresé varias veces sólo para comerme con los ojos sus curvas, y, en una ocasión, para asistir a los servicios matutinos dominicales, en árabe desconocido.

“Todos los idiomas están bajo la luz de Dios”, dijo Rafiq, el anciano que me recibió. Traducción: aun si no entendía las palabras, me llegaría su significado.

No sé qué tipo de experiencia exótica esperaba, pero cuando comenzaron las oraciones, me sentí, en efecto, transportado – al último lugar en el que había asistido a servicios luteranos: Decorah, Iowa. Aparte de las diferencias lingüísticas, estas dos iglesias a un mundo de distancia eran asombrosamente similares: realistas, tranquilizantes, desprovistas de peculiaridades excesivas. En Jerusalén, las ocasionales equivocaciones del organista, la voz aguda de la mujer que cantaba himnos atrás de mí y las peleas de los niños en las bancas fueron extrañamente reconfortantes.

La transición de la Ciudad Vieja a la nueva fue asombrosa. Al salir por una de las puertas del siglo XVI, donde aún se controla el acceso – la turística de Jaffa, la transitada de Damasco, la histórica de Sion, por donde entraron los soldados israelís en 1967 -, salté hacia adelante, a un mundo distintivamente moderno, de pasos peatonales y semáforos, edificios del siglo XIX y macizas torres de departamentos, parques verdes y oficinas municipales, sitios de “falafel”, tiendas de teléfonos celulares y un sistema nuevecito de tren ligero. Aquí predominaba la sociedad laica, aunque muchos universitarios usaban “yarmulkes” y las chicas, faldas largas, aunque a la moda de vanguardia. En medio de los salones de yogurt congelado y “focaccerisas”, bajo el sol brillante, con señalizaciones en hebreo por todas partes, Jerusalén se podía sentir como una ciudad olvidada de California, poblada totalmente por judíos.

Sin embargo, a medida que paseaba, pude sentir que esa imagen era, en muchas formas, una fachada. No estaba en California. Los bajos edificios beige del este árabe de Jerusalén cubrían las colinas a poca distancia, y en los días claros podía ver el muro sinuoso y ominoso que separa a Israel de Cisjordania. Más cerca, otras diferencias se hicieron patentes.

En ocasiones, a sólo una manzana de la calle Jaffa – uno de los primeros barrios construidos justo afuera de la Ciudad Vieja en el siglo XIX, ahora un centro de vida nocturna y para comer -, las calles se volvieron, repentinamente, ortodoxas, con prácticamente ninguna cabeza sin cubrir a la vista.

En su mayor parte, el tiempo que pasé en la ciudad nueva, y, en especial, alrededor de la calle Jaffa, lo dediqué a una cosa: a comer bien. (En parte porque la Ciudad Vieja, siempre turística, cierra al oscurecer.) Algunas comidas fueron sencillas, como “falafel” en Moshiko, liado dentro de un pita con aproximadamente otros 20 0 30 ingredientes – pepinos frescos y en salmuera, col en sus muchas presentaciones, todo el contenido de un huerto doméstico lavado y cortado. Con bastante frecuencia, no obstante, estuve tentado a creaciones más ambiciosas. Mi primera noche, siguiendo el consejo del gerente del hotel boutique Harmony (cerca de la calle Jaffa), entré en Adom, un animado restaurante en el sótano con arcos de piedra, de un edificio de 1895, y, con un par de copas de un cabernet israelí, una fuente de mollejas de ternera doradas con alcachofas, tomates “cherry” y crema de coliflor me enloqueció. Dio en el blanco en todo: exuberante y crujiente, vegetal y ácido, suave y llenador.

En el sabbat, cuando cierra la mayoría de los restaurantes, encontré al Barood, el acogedor vecino del Adom, todavía abierto – y lleno, excepto por un solo lugar en el bar. Me acerqué, ordené un excelente platillo palestino “volteado” de arroz y pollo, e interrogué a la cantinera – Shelly, quien ponía gran jazz del repertorio estadounidense en el estéreo – sobre bares locales. Ya había ido a un par, Shoshana y Lion’s Den, pero me sentí fuera de lugar entre sus grupos de universitarios israelís y chicos con solideos de Los Angeles y Baltimore. “¿Hay subterráneo en Jerusalén?”, pregunté.

“Lo subterráneo es la corriente institucional”, respondió Shelly, queriendo decir que Jerusalén es tan pequeña que las alternativas más en onda son visibles al instante. Luego, me hizo un mapa para ir a todos los bares que valían la pena, incluidos el Uganda, donde los disyoqueis ponían el viejo Iggy Pop y nueva ola de los 1980, y el Sira, cuyo interior oscuro, de roca rugosa y banda musical de Radiohead y Devendra Banhart evocaba recuerdos de lugares parecidos en Berlín, Budapest y mi hogar, Brooklyn.

Sira se convirtió instantáneamente en mi destino favorito para las noches. Podía (y lo hice) sentarme por horas a platicar con el cantinero, Yonaton, recién salido del ejército tras cinco años, y listo para la universidad, y con Michael, un fotógrafo, experto en tecnología y supuesto primo de Abe Vigoda y Hannah, un inmigrante canadiense con quien hablé de nuestros complejos sentimientos sobre el judaísmo mientras bebíamos bastantes cervezas lager Goldstar, tantas que no recuerdo con precisión cuáles eran esos sentimientos.

En la ciudad que nunca pensé que visitaría, había encontrado un lugar del que no quería irme.