ARNOLDO KRAUS/EL UNIVERSAL

Es bien sabido: la sociedad suele moverse más rápido que el poder. Cuando las leyes deberían cambiar la comunidad opina y exige. El poder intenta no modificar: amén de sus torpezas e imposibilidades, transformar podría ser sinónimo de fin. En el rubro bioética, la sociedad empuja, el poder detiene. Contaminación ambiental, aborto, justicia distributiva y clonación son algunos ejemplos. La eutanasia activa es otro. La sociedad, aupada por el periodismo, ha sido la responsable de cuestionar al poder acerca del derecho de individuos y médicos para optar por esa vía. Cada caso es una nueva cuña. Cada nueva historia reabre una vieja querella.

En diciembre de 2011 El País informó acerca del caso Pedro Martínez. “Vivo en una cárcel que se estrecha”, fueron las palabras utilizadas por Pedro (34 años) para expresar sus dolores y tribulaciones, del alma primero, del cuerpo después, de ambas desde que enfermó. Víctima a partir de los 30 años de esclerosis lateral amiótrofica, enfermedad sin cura y progresiva, buscó apoyó para acelerar su muerte cuando la indignidad superaba a la vida. Esa patología pertenece al rubro de las enfermedades neurodegenerativas: destruyen el cuerpo –imposibilitan poco a poco el movimiento- y preservan la función intelectual. Se deja de ser a pesar de que se es: queda la vida racional, desparece la vida corporal.

Dentro de la eutanasia activa-“finalización deliberada de la vida por medio de una terapia encaminada a procurar la muerte”-, ese tipo de enfermedades representa un brete, en casi todo el mundo, irresoluble. Pacientes mentalmente competentes y físicamente incompetentes es su etiqueta. Quienes buscan ayuda médica para no prolongar su muerte vindican su autonomía y su dignidad. Pedro, como los casos informados en los últimos años, solicitó apoyo médico para fallecer. El apoyo tardó en llegar. Su muerte lenta, denigrante, cruel y tardía, así como la entrevista, concedida días antes de que se le aplicase sedación terminal, sirven para continuar el debate.

Tema crucial en la medicina es la forma y el tiempo de morir. Se invierte mucho en prevención y curación –como debe ser- y poco en el proceso de morir. Décadas atrás, cuando la medicina era más joven y contaba con menos herramientas, la eutanasia no era tema crucial; eran escasos los enfermos que llegaban a sufrir las consecuencias físicas y morales debidas a patologías crónicas. Por falta de herramientas, no se prolongaba la muerte innecesariamente ni se sometía a los enfermos a tratamientos fútiles o a encarnizamiento terapéutico. Pocos llegaban a la fase terminal.

La tecnología médica ha crecido exponencialmente, y, con ella, la posibilidad de prolongar la vida, en ocasiones por periodos cortos, o con frecuencia, cuando se cuenta con apoyo económico, por tiempos prolongados. En los rubros eutanasia, activa o pasiva, y suicidio asistido, los ejecutores de las normativas médicas han fracasado. Mucho (muchísimo) se sabe de las moléculas. Poco (poquísimo) del arte y la obligación de acompañar al enfermo terminal.

A las moléculas se llega gracias a mentes brillantes y aparatos sofisticados. A los pacientes, terminales o no, se les acompaña gracias al instrumento más antiguo de la medicina, la escucha. La medicina contemporánea se ha divorciado de sí misma: invierte en ciencia profunda (genera dinero) y se aleja de la persona (acompañar no es redituable económicamente). Basta revisar la mayoría de los currículos universitarios. Muchas horas dedicadas a la ciencia, pocas horas a la relación médico paciente.

El caso Pedro Martínez alcanzó la prensa. Otros, casi todos en Europa (recuerdo informes similares procedentes de España, Italia, Francia y Suiza), han sido publicitados y han generado debates. Como escribí al inicio del artículo, la sociedad, sobre todo en cuestiones ríspidas se mueve más rápido y con más inteligencia que los políticos –Perogrullo sabe las razones.

No fueron, ni el poder político, ni el poder médico, los responsables de que la eutanasia activa se haya legalizado en Holanda, Bélgica y Luxemburgo, y que el suicidio asistido se permita en Suiza y en Oregón, Montana y Washington (Estados Unidos). Los actores han sido los ciudadanos. En México, no debe sorprendernos, poco se discute acerca del tema, amén de que todo se congelará si el asalto contra la laicidad triunfa.

Pedro tuvo la suerte de contar con una compañera y una amplia red de amigos. Lo asistían en todo. Era necesario bañarlo, darle de comer, encenderle un cigarrillo, ayudarle a evacuar, voltearlo, leerle. El tejido social y amoroso que lo arropaba impidió que la muerte llegase antes.

“Uno debe tener el control de su propia vida… No se trata de morir con dignidad. Se trata de vivir con dignidad hasta el final, llevando el control de lo que se hace”, comentó Pedro en la última entrevista. Y remató: “¿Mi epitafio? ‘Muerte al Estado y viva la anarquía”. Las enfermedades nada saben de las leyes. Quienes vindican su autonomía y sufren en vida una muerte prolongada entienden bien el problema. El Estado, siempre enfermo, no morirá. Impedir su estulticia y sordera es labor de la sociedad.