ANGELINA MUÑIZ HUBERMAN
EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÌO

Reunidos a la orilla del claro del bosque, los discípulos le contaron al Maestro esta historia. A la hora del alba y del primer canto del gallo, que es como si el mundo empezara de nuevo, sintieron que alguien se acercaba haciendo crujir las secas hojas del otoño. De inmediato supieron que esas pisadas despertaban el sonido del bosque para que pusieran atención al suceso que iba a ocurrir.

Mientras el sonido de los pasos contra la tierra fértil de tonos rojizos se acercaba más y más, sólo les quedó el recurso del silencio. Sabían que quienquiera que fuera lo habrían de recibir como el portador de un evangelio. Así que no se movieron de sus lugares y se aprestaron a oír las buenas nuevas.

Quienquiera que fuera se apareció rodeado de un halo de luz tan suave que no hería los ojos. De movimientos imperceptibles no caminaba sino se deslizaba y, en ese momento, dejaron de crujir las hojas que pisaba porque un suave viento las apartaba para dejar libre su camino.

Lo primero que vieron los discípulos, según le relataron al Maestro, fueron las vestimentas de quienquiera que fuera. Unas vestimentas imposibles de reconocer o de definir. No sabían si eran de hombre o de mujer. Se componían de telas exquisitas, de colores nunca antes vistos, de pliegues y caídas tan sorprendentes que ocultaban cualquier forma del cuerpo que las portaba. A veces, eran como una túnica envolvente de formas femeninas. Pero otras, semejaban un ceñido traje masculino.

Los movimientos de quienquiera que fuera tampoco indicaban con certeza si respondían a la indefinida edad entre niñez y adolescencia. La tersa piel de la cara y los rasgos que reflejaba, el brillo de los ojos y lo sensual de los labios, podrían ser de uno u otro sexo.

Entonces, quienquiera que fuera sonrió. Luego extendió las manos como en gesto de bendición. Los discípulos no hablaron, salvo uno que dijo: “¿Quién eres?” A falta de respuesta, pero ofreciéndola como si fuera, la ambigua figura señaló las hojas que, mecidas por el viento, se internaban en remolinos más allá del claro del bosque.

La figura, él o ella, con su indefinición, sólo entonces habló: “Vengo para irme” y, como si volara, se unió al remolino de hojas y desapareció.

Esta fue la historia que los discípulos le contaron al Maestro. Estas fueron las palabras del Maestro: “Vengo para irme es la vida y la muerte.”