ION ANTOLÍN LLORENTE/ELPLURAL.COM

“Mi nombre es Daniel Pearl, soy judío norteamericano, vivo en Encino, California. Mi padre es judío, mi madre es judía, yo soy judío.” Sus últimas palabras. Después, un asesino degollaba frente a una cámara de vídeo al periodista del ‘The Wall Street Journal’. Ocurría hace una década, exactamente el 1 de Febrero de 2002, tras haber sido secuestrado y torturado por una cédula terrorista que simpatizaba con la causa de Al Qaeda, en un Pakistán que comenzaba a poblarse de talibanes huidos de Afganistán y simpatizantes con la causa del difunto Osama Bin Laden. A Pearl le tendieron una trampa mientras realizaba su trabajo, buscando nuevos enfoques para contar la historia de un país, de una guerra, que precisaba profundizar en la realidad cotidiana de una sociedad que mira con recelo todo lo que suene a occidental. En muchas ocasiones, cargados de razón.

Los extremistas no encuentran sus adeptos gracias a la promesa de vírgenes en el paraíso. Ningún hombre se pone un chaleco repleto de explosivos para suicidarse y acabar con la vida de otros por la fe ciega en una religión. Los terroristas tienen su campo abonado de mártires gracias a la miseria. El mundo repartido entre ricos y pobres, buenos y malos, genera desigualdades de un tamaño tan enorme que es extraño no alcancemos a verlas desde nuestra cómoda posición en el viejo continente. Los que sí se dan cuenta de las costuras por las que supuran las vergüenzas de nuestra sociedad las aprovechan para sembrar en los que sufren sus consecuencias la semilla de la violencia. No es raro, si en muchas ocasiones la única salida que tienen unos padres para educar a su hijo en países como Pakistán es dejarlo en una madrazza (escuela) de vaya usted a saber qué orientación islámica, en la que al menos el niño podrá llevarse algo a la boca durante el día y aprender a leer, aunque sólo sea el Corán. Con el tiempo, también le dirán que el verdadero creyente sólo servirá bien al altísimo a través del martirio que deje un buen número de muertos infieles por el camino.

Son muchos los periodistas que viajan hasta el verdadero corazón de las historias que quieren contar, sin conformarse con las versiones oficiales, con riesgo para su vida. A Pearl lo cazaron porque buscaba la verdad en un sitio peligroso, donde ser norteamericano es parecido al delito, y judío casi pecado. Los que pensaron que habían ahogado su voz para siempre no pudieron equivocarse más. Al menos uno de ellos se pudre en ese infame lugar que es la prisión de Guantánamo. Durante estos días, aunque poco pueda oír desde su celda algo más grande que un ataúd, seguro que en su cabeza resonarán las últimas palabras de Pearl. Ahora sabrán que nunca lo dijo obligado. Que lo que parecía hablar bajo amenaza, el periodista lo afirmaba con orgullo. Mi padre es judío, mi madre es judía, yo soy judío.