EL PAÍS

En el centro del lienzo, una muchacha vestida toda de blanco, ensimismada, en su mano derecha un abanico azul, se abandona al abrazo de su amado. Un ser rojo con alas flota encima de ellos. No es un pájaro ni un ángel, y más abajo un árbol, un frutal parece, con golpes naranjas, otros violetas, también verde veronés. Y verde cinabrio. Y verde óxido de cromo, y también verde brillante. El tronco del árbol es primero ocre y luego, tierra de Siena. Hay algo tan natural como extraño, la cabeza del amante es de una cabra, en la que el amarillo cadmio, apasionado, absorbe el rojo nápoles de la joven. Una escena de plenitud sosegada, absoluta.

Toda la pintura de Chagall. Es esta una extraordinaria muestra doble, en el Museo Thyssen-Bornemisza y en la Caja de las Alhajas de la Fundación Caja Madrid, que nadie bebería perderse.

Está impregnada de este suave misterio que no está pidiendo explicaciones sino rogando que participemos de él. Compasión. Que le acompañemos.

Nada es real. Pero eso nada importa porque, algo mucho mejor, lo que nos ofrece es enigmáticamente verosímil. Y de una extraordinaria belleza.

Ningún pintor de su generación, y es la generación de la exaltación del color, ha sido tan sabio, y sensible, y libre, en la exploración del color como emoción.

Chagall nace, y aprende a mirar la vida, en un pequeño pueblo ruso, Vitebsk, a finales del siglo XIX. Destinado a ser un modesto agricultor, logra saltar barreras y conseguir una beca para ir a San Petersburgo. Y ser aceptado en la escuela de la Sociedad Imperial para el Fomento de las Artes. Tiene 19 años y una determinación tozuda, de campesino, con la que logra salir de aquel ambiente y conseguir ayudas para ir a París. Y allí se produce la eclosión, ha encontrado un espacio paradójicamente lejano, en el que su mundo es posible.

Su única ambición es hacer crecer su pintura. Y ha encontrado el lugar. Cendras, Apollinaire, Max Jacobs, Léger… son sus padrinos. Expone todos los años en el Salón de Otoño y en Berlín tienen una importante exposición en la galería fundacional del Der Sturm.

En Rusia la revolución bolchevique triunfa y Chagall siente que tiene un compromiso con su gente. Regresa a San Petersburgo y se alista en el ejército. Vuelve a su pueblo, Vitebsk, se casa con Bella y poco después es nombrado Comisario de Bellas Artes. Funda la Academia e invita como profesores a Lissitsky y Malevich.

Enseña dibujo en las colonias de huérfanos de la guerra, y esa experiencia le marcará. El dibujo era el modo de penetrar, de “abrir la puerta” al color, que es el soporte “de lo espiritual”.

Desencantado del rumbo que está tomando la revolución con las artes, decide regresar a París.

El dibujo es solo el punto de partida, les había explicado a sus alumnos. Eso son sus pinturas. El dibujo marca los contornos pero el asunto básico se debate en el interior del trazo, con el color. Que es pura materia, pura sensualidad. Una respuesta emocional, gestual, a las geometrías del cubismo. Incluso en sus grabados el trazo está empastado, como si dibujase no con grafito sino con una brocha.

El mundo de Chagall hay que leerlo como una fábula, y la fábula es siempre circular, repetitiva, una liturgia. En la que siempre suceden cosas. No hay que interpretar. Basta escuchar. Geroglifos transparentes, un asno, un carro, el sol, una muchacha y un músico, ramos de flores imposibles y seres que vuelan, casas, y cabras…

“Nací muerto. No quise vivir”. De este modo enigmático comienza Chagall su autobiografía. El libro Mi vida, el único libro que escribió y que ahora reedita El Acantilado. Desde su propio nacimiento Chagall, del que ahora se cumplen 125 años, hace de su vida una alegoría, contradictoria entre lo que realmente ve y lo que sucede alrededor. Parece estar en un cautivo estado de vigilia. La dureza de la infancia no parece haber dejado huella en sus sentimientos. Debió vivir aquellos años en un permanente asombro, que nutrió el resto de su existencia. El mundo que pinta a lo largo de toda su vida es la reverberación del mundo de Vitebsk almacenado en su memoria.

Estado de vigilia. Con 35 años, Marc abandona Rusia, donde nunca volverá. Y muere a los 98. Durante todo este tiempo está enfrascado en una especie de gigantesco mosaico, que es como ver su obra en su conjunto. Un mosaico en el que cada tesela nos reenvía sistemáticamente a la mirada en vigilia de un muchacho en una perdida aldea rusa.

Vive en París, más tarde en Nueva York, de allí a Palestina y luego México. Algunas estancias en Grecia y en Chicago, hasta que casi con 80 años se instala definitivamente en los alrededores de Niza. Gentes, paisajes, idiomas, nada aparece reflejado en sus pinturas. Que se muestran como secuencias de un relato sin tiempo, anacrónico. Igual sucede con los colores, una misma paleta, omnívora eso si, para una larga vida.

La escena siempre bañada por una luz que no arroja sombras, como esos instantes en los que el tránsito del día a la noche y de la noche al día es el mismo momento único. En su mayoría parecen escenas nocturnas, pero si miramos detenidamente, descubrimos que es solo un recurso equívoco para conseguir algo de penumbra, contra cielos luminosos, azul ultramar, azul brillante, lapislázuli que solo se obtenía en las minas de Afganistán.

Inmediatez, precisión, nada que ver con el carácter evasivo de los sueños. Ni con el barullo surrealista.

Marc Chagall, como Paul Klee, son creadores al margen de los diagramas genealógicos del arte del siglo XX. Gentes que hacen visible lo que no vemos. Artistas que proyectan una sombra silenciosa pero incesante. Sin Chagall no puede entenderse el expresionismo alemán de posguerra ni la transvanguardia italiana.