LA RAZÓN.ES

Martin Davidson, subdirector de la BBC, revela cómo descubrió que su abuelo había sido dentista, pero también un fervoroso nazi y cómo logró ocultarse en Inglaterra sin que nadie sospechara su pasado.

En estas últimas décadas asistimos a una explosión de interés genealógico. En nuestro país, por antepasados caídos durante la contienda de la Guerra Civil; en Europa, por abuelos ex combatientes de la Segunda Guerra Mundial, y en Alemania, por aquellos que sobrevivieron al Holocausto y que nos han transmitido historias a veces imposibles de creer, pero no por ello inciertas. Para este director y productor de la BBC, el resultado de sus pesquisas familiares, las arroja un saldo tan fascinante como repulsivo. El niño Martin Davidson –nacido en Edimburgo de madre alemana instalada en Escocia huyendo de la Guerra Fría– creció en la convicción de que su octogenario abuelo Bruno Langbehn, no era más que un dentista jubilado alemán, lleno de raras anécdotas y extravagante personalidad. Había indicios en su actitud que desembocaban en raras sospechas familiares, entre otras cosas, porque el anciano hacía poco por ocultarlo.

Atrapado por su pasado

Justificaba la política alemana nazi, recordaba que sólo querían un imperio como Churchill o su querencia por cumplir con sus camaradas de guerra (kriegskameraden), junto a sus camaradas en tiempo de guerra. Pero nunca hubo preguntas directas. Más valía el silencio que levantar el velo de cualquier sospecha que diera de bruces a la familia con la cruda realidad, con el duro pasado del abuelo. Jamás se le pidió desvelar nada. Hasta que en 1992, después de su muerte, el autor y su hermana comienzan una febril indagación en su pasado. La investigación les golpea como una daga: no solamente su abuelo había sido nazi, sino que fue el perfecto y convencido militante nacionalsocialista. Uno de tantos miles de hombres que creyeron, encumbraron y mantuvieron a Adolf Hitler en el poder, ayudándole a acometer «la solución final».

Pero el abuelo no se alistó a finales de los años treinta, cuando era conveniente no presentar signos de tibieza hacia el Führer, sino que lo había hecho en 1926, con tan sólo diecinueve abriles, y cuando 36.000 ciegos fanáticos se empecinaron en seguir la cruz gamada hasta sus últimas consecuencias. No sólo perteneció a las SS, también a la SD (Sicherheitsdienst o Servicio de Seguridad), el departamento elitista ocupado las veinticuatro horas del día en reunir información de inteligencia en contra de los enemigos del Estado. ¿Quiénes eran ellos? Vagabundos, alcohólicos, judíos, gitanos, homosexuales… Su nieto asiste atónito a la lectura de su carta de ingreso en el cuerpo, donde detalla sus impecables credenciales arias, su profesión de dentista y, con orgullo, afirma su pertenencia a diversas organizaciones de extrema derecha, incluyendo a los Stormtroopers, el ala paramilitar de los nazis. Los mismos que se deleitaban en la agresión al fervor nacionalista que encontraron su lugar en las tropas de asalto de los batallones locales. Cuando Hitler fue nombrado canciller, esas «bases» feroces suponían una vergüenza para la élite del partido, por lo que las neutralizó. Pero Bruno encontró buena ubicación dentro de las temidas SS, que se había convertido en una organización poderosa y única y que, además, muy pronto serían célebres por su crueldad y fidelidad al Führer.

Entró en sus filas como «Untersturmführer SS» (segundo teniente), pero, pese a su ardor y militarismo, su incursión en la guerra pasó sin pena ni gloria. En el transcurso de una batalla con las tropas francesas cayó de un caballo desbocado y su muñeca izquierda quedó totalmente inutilizada. El hombre se jactaría de no haber aceptado la oferta de Eichmann –el arquitecto del Holocausto– de trabajar para él. Lo cierto es que nunca tuvo un papel excesivamente relevante durante el Tercer Reich. Fue un simple hombre gris que, como otros tantos en ese periodo, se benefició de los años de nazismo y exterminio.

Es terrible el momento en que el autor descubre horrorizado cómo su abuelo utilizó sus conexiones con el partido para apoderarse de la práctica dental puntera, desarrollada por un judío berlinés. En realidad, asistimos a dos libros: la historia de una búsqueda por parte de un documentalista eficaz, que tiene tras de sí un amplio bagaje, así como la repulsiva conmoción que se lleva su familia al desenterrar la memoria.

Gotas de un océano

Al tiempo, apuntala sobre la figura de su abuelo a toda aquella gente corriente sin la que Hitler, el Holocausto y la guerra, no habrían sido posibles, nombres que, como el del abuelo Bruno, pusieron todo el empeño posible en elevar la doctrina nacionalsocialista a lo más alto. Porque muchos hombres pequeños son gotas que conforman un océano de locura colectiva. No estamos ante un libro de cariz literario, sino frente a un volumen de carácter testimonial, eficaz y convincente, alejado del arte en beneficio de los acontecimientos que pretende relatar. El autor desea –y logra– mostrar el hilo de una historia plagada de «saeva indignatio» –indignación feroz– que suele ser una fuerza que contribuye, mejora y enriquece el lugar destinado a la inspiración.