ESTHER SHABOT/EXCELSIOR

A poco más de un año del inicio de las revueltas populares en el mundo árabe que en diversos países han conseguido derribar dictaduras de larga data, vale la pena revisar qué factores han constituido la sustancia esencial de tales convulsiones, más allá de las peculiaridades de cada caso. Túnez, Egipto, Libia y Yemén, además del sangriento proceso todavía en curso en Siria, han tenido en común el haber sido durante décadas naciones regidas por gobiernos dictatoriales en los que una pequeña élite se eternizó en el poder con los recursos habituales utilizados para evitar cualquier cambio que atentara contra su hegemonía absoluta: nula competencia política derivada de la inexistencia de partidos de oposición reales, corrupción generalizada, rapiña económica de parte de los círculos gobernantes y sus asociados, rígidos límites a la libertad de expresión y de disidencia política, abusos judiciales y violaciones continuas a los derechos humanos de sus ciudadanos y de sus múltiples minorías étnicas y religiosas, y estancamiento económico permanente que dejaba sin futuro a millones de jóvenes. El “orden” así conseguido logró disimular durante muchos años la naturaleza perversa de su matriz, hasta que un buen día el descontento acumulado logró prender la mecha de un incendio imposible de sofocar.

Pero hay otra característica compartida por las naciones donde la llamada “primavera árabe” se ha desarrollado. En todos los casos sus gobiernos se reconocían como “seculares” en tanto el Estado funcionaba no de acuerdo a dictámenes religiosos sino con base en ordenamientos civiles. Y siendo esos países árabes territorios de población musulmana mayoritaria, fueron los ambientes propiamente religiosos –las mezquitas y las madrasas o escuelas coránicas- los únicos y privilegiados espacios donde hubo posibilidad de manifestar las críticas. Por su parte, los gobiernos dejaban funcionar tales válvulas de escape bajo vigilancia, aunque por lo visto llegó un momento en que su control se les escapó de las manos.

La oleada islamista que hoy recorre la región fue sin duda fortalecida por esta dinámica que además contó con la ventaja de tener a su lado a sectores juveniles que sin militar en las filas islamistas e inspirados por ideas libertarias provenientes de un mundo cada vez más globalizado, iniciaron las protestas haciendo uso de los elementos tecnológicos proporcionados por las redes sociales propias del Internet. Fue por ello que en los principios de las revueltas se generó la ilusión de que tales sectores imbuidos de aspiraciones modernizantes serían quienes impondrían el tono en el nuevo orden que se instauraría una vez derrocadas las dictaduras. Sin embargo, los resultados que hoy se tienen a la vista luego de los primeros procesos electorales celebrados por ejemplo en Túnez y Egipto, indican que los sectores islamistas han conseguido una preeminencia absoluta dentro del reparto del poder político.

En Túnez el partido Enhada, representante de la ideología de la Hermandad Musulmana se ha llevado la mayor tajada de los puestos de poder, apareciendo además a su lado las agrupaciones salafistas, más radicales aún en cuanto a sus pretensiones de regir la vida nacional con base en el Corán y la Sharía o ley islámica. En Egipto el cuadro derivado de las elecciones parlamentarias ha sido bastante similar al de Túnez. Y es revelador cómo tanto en Libia como en Yemén y en la Siria aún en llamas, las exclamaciones usadas por los combatientes a manera de grito de guerra son por lo general de “Ala Hu-Akbar” (Dios es Grande), indicativo sin duda del fuerte contenido religioso dentro de su ideario político.

Por tanto y ante la innegable realidad de que las fuerzas islamistas son quienes están a la cabeza en estos países, la incógnita mayor en este escenario es si dichas fuerzas matizarán y ajustarán sus ideologías religiosas a un pragmatismo que les permita resolver los acuciantes problemas y justificadas demandas de sus respectivas sociedades o si cegadas por el poder recién adquirido se mantendrán en línea con la rigidez inherente a la normatividad religiosa cayendo así en un nuevo tipo de tiranía.