ESTHER CHARABATI

El fin no justifica los medios (¿o quizá sí?)…

El próximo lunes 23 de abril en el café filosófico del Péndulo de Polanco, Esther Charabati invita a hablar de uno de los elementos que afecta nuestra comprensión del mundo: los prejuicios (esos que criticamos y conservamos).

1. ¿Para qué sirven los prejuicios?

2. ¿Se puede vivir sin prejuicios?

3. ¿Los prejuicios pueden ser inofensivos?

4. ¿Los prejuicios son siempre impermeables a la realidad?

5. ¿Realmente queremos liberarnos de nuestros prejuicios? ¿Para qué?

El miedo a la diferencia

A lo largo de nuestra vida los seres humanos vamos creando categorías en las que vamos clasificando aquello que nos encontramos. Así, al llegar a una oficina y antes de cruzar palabra con ella, sabemos que la mujer que está sentada detrás de un escritorio es una secretaria porque reúne las características que nuestra categoría mental asigna a “secretaria”. De la misma manera cuando vemos a un hombre caminando con un bastón blanco y anteojos oscuros, no necesitamos que nadie nos diga que es ciego; es una categoría que hemos aprendido socialmente.

Cuando, por el contrario, nos encontramos ante una persona o situación que no entra en nuestros conceptos, no sabemos cómo actuar ante ellos. Por ejemplo, en los años 70’s era común en algunas escuelas —con gran apertura— encontrar maestros vestidos de pantalón de mezclilla, camisa de manta, huaraches y morral. Algunos padres y alumnos, que asociaban la categoría de “maestro” con el traje y la corbata, se desconcertaban ante este hecho y no sabían cómo dirigirse a ellos: ignoraban si debían hablar de “tú” o de “usted”; ignoraban si personas como aquéllas merecían respeto y se preguntaban si individuos con tal indumentaria podían ser considerados maestros. Con el tiempo, la categoría se volvió más amplia y aceptó cierta diversidad en el vestir.

Éste es uno de los fenómenos que ilustran lo que se ha llamado “miedo a la diferencia”, y que alude a esa sensación de extrañeza que tenemos cuando nos encontramos en situaciones distintas a las esperadas. Cuando llegamos a un ambiente en el que no nos resultan familiares las personas ni las costumbres, ni se comparte nuestra forma de ver el mundo, sentimos que son gente “rara” y nos sentimos incómodos ante ellos. Por eso les rehuimos.

No es necesario aclarar que este miedo sólo permanece mientras somos ajenos a la situación, pues una vez que comprendemos el mecanismo y sabemos cómo manejarnos en él, el miedo disminuye o desaparece. Nos sucede cuando un “desconocido” se vuelve “conocido” y cuando una profesión que nos parece remota y nos resulta nueva —como el ser artista o arqueólogo— es elegida por un miembro de nuestra familia. El miedo a la diferencia con frecuencia se resuelve con la convivencia, pero supone una voluntad de superar las propias limitaciones.

Pero las diferencias también se construyen socialmente y, sin saberlo, adoptamos prejuicios creados con cierto fin. Por ejemplo, no nos enfrentamos con la misma naturalidad a un rubio de ojos azules que a un negro de pelo rizado, aunque en ambos casos la única diferencia visible que existe entre ellos y nosotros sea el color, en un caso de los ojos y en otro el de la piel. Tampoco adoptamos la misma actitud ante un japonés que ante un indígena, aunque en ambos casos la diferencia con nosotros sea el color de la piel y tal vez el idioma. En ambos casos, nuestra categoría de “negro” y de “indígena” tiene una carga negativa que hemos aprendido socialmente y que se refleja en nuestra conducta. Esto se repite ante categorías como “judío”, “católico”, “protestante” o “ateo” en determinados lugares y épocas.

Esta carga social negativa ante ciertos grupos sociales condiciona nuestra actitud hacia ellos y obstaculiza toda posibilidad de contacto. Y esa distancia nos empobrece, impidiéndonos enriquecernos con otras formas de estar en el mundo, otras expresiones de la humanidad. Abrirse a la diversidad no consiste en dejar de ser uno mismo para convertirse en todo aquello que uno reconoce como distinto, sino abrirse a la posibilidad de conocer y valorar otras formas de ver la vida y sobre todo, basar nuestros juicios y conductas en la experiencia individual, no en prejuicios cuyo origen se pierde en la memoria.

Tal vez el miedo a lo diferente se remita al temor que tenemos de ser diferentes a lo que somos, de volvernos otros, pero olvidamos que la madurez y la superación siempre pasan por el cambio.