“60 Voces por Israel” editorial Keren Kayemet Leisrael en México.

ESTHER CHARABATI.

A Clara Dubinovsky

Cuando Clara dijo que dejaba México para ir a vivir a Tel Aviv no le creí. Cuando se fue, descubrí la inmensa distancia que me separaba de Israel, una distancia que se medía en unidades de tierra, de agua, de soles y lunas, de lengua y de futuros, de necesidades y de afecto.

¿Cómo podría una amistad tan cotidiana sobrevivir al futuro con sólo recuerdos, frases aisladas y encuentros fortuitos? ¿Se trataba de un final diferido que perdería un poco de vida con cada hoja del calendario? Otro continente, otro hemisferio, otro mundo. Y sin embargo, desde que tengo memoria, Israel ha sido para mí una presencia constante, que a ratos queda opacada por algún interés vital pero vuelve a la luz en alguna noticia escandalosa, en algún relato de viaje, en un póster de arbolitos que quieren ser plantados, en el falafel, en el shemá, en alguna condena o premio internacional, en la foto de un niñito con caireles o un joven uniformado, en las novelas de dos de mis autores predilectos: Amós Oz y A.B. Yoshúa. ¿Sería la presencia de Clara así de nítida, de cercana?

Con su partida yo perdía la única mirada inteligente sobre Israel: Clara no necesitaba hacer concesiones que justificaran la política israelí ni la agresividad de los sabras. No usaba la Shoá como escudo contra las críticas. Carecía de la visión romántica que embellece la patria y la eleva por encima de la razón. La estancia en Israel durante su juventud le había bastado para convertirse en ciudadana con derecho a opinión. Chile, su tierra natal, nunca fue lugar de nostalgia, Pinochet se había encargado de romper los lazos que ya sólo asomaban esporádicamente, atando puñados de recuerdos infantiles.

¿Por qué había vuelto a Israel? ¿Por qué elegía vivir en un país en el que a su edad difícilmente encontraría un trabajo, donde caían bombas, donde ya no tenía amigos? “Aquí en México sólo te tengo a ti —me había dicho antes de partir— y quizá sólo por eso debería quedarme”.

Pero no se quedó. Yo, tan aferrada a México, tan amante de este país, de esta cultura y de esta ciudad –la Ciudad de los Excesos-, tan apegada a mi familia, a mis amigos, al español, al ocio, a los molletes de Vips, a la calidez de los encuentros y al desgarramiento de los desencuentros, no podía entenderlo. ¿Retornaba a la patria espiritual, al hogar, al pasado? Creo que iba al único país al que ella sentía pertenecer. A un Israel en donde de manera confusa y ambigua encontraba sus raíces y un horizonte, además de unos padres, dos hermanos y unos cuantos sobrinos. Ella, que durante décadas había prescindido de la familia… ¿Se iba para siempre? Aún no lo sabemos, pero descubrí que hay personas que nunca se van aunque sean escasas las cartas, contados los e-mails y dosificadas las llamadas telefónicas. Uno debería confiar más en la amistad —y en los amigos—, porque es de las pocas relaciones que desafían el tiempo, los cambios de humor, de clima y de postura política, de estado civil y de residencia.

El nuevo milenio me llevó a cruzar el Atlántico. Cuando después de interminables horas de vuelo y de infinitas preguntas en migración, recuperé mi maleta y vi, entre sabras, migrantes y turistas, el rostro de Clara —los ojos de siempre, el mismo brillo— entendí el significado de una expresión que, a golpe de repeticiones, se ha vuelto un cliché: La Tierra Prometida.

Este texto se publicó en el libro “60 voces por Israel desde Mexico” ediciones KKL México.

Esther Charabati. Licenciada en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México, donde también cursó la maestría en pedagogía y el doctorado Diplomado en Derechos Humanos en la Universidad Iberoamericana. Desde el año 2000 coordina el único café filosófico en la ciudad de México. Entre sus obras publicadas se encuentran: Rasgando el tiempo: los judíos, extraños en la casa, No soporto el paraíso y El oficio de la duda y Cartas contra la autoridad.