ENRIQUE RIVERA PARA ENLACE JUDÍO

Un escalofrío silencioso me recorre el cuerpo sólo de pensar en aquellos días cuando viví en Eretz Israel y las sirenas del Yom Hazikaron, que suenan en recuerdo de los defensores de Israel caídos en batalla se hacían escuchar por todos los rincones del país.

Recuerdo que la primera vez que lo viví y puse atención fue en Jerusalem, cerca de Gvat Sarfati, a unas cuadras de la Universidad Hebrea de Jerusalem. Todo estaba normal; de pronto, una sirena, de todos y de ningún lado, inundó el ambiente. Ví como un hombre, que maneja su automóvil compacto, bajaba de éste y se ponía en posición de firmes mientras agachaba la cabeza. ¿Cuántos nombres, cuántos rostros, cuantas situaciones de peligro habrán llegado a su mente en ese momento? No lo sé, sólo atinaba a ver su cabeza mirando al suelo y cuando alcé la mirada me dí cuenta que todos los autos que circulaban en ese momento se habían detenido y los conductores se habían bajado para estar en contacto con la sirena, con los hombres caídos y con el viento que llevaba nombres, recuerdos entrañables y lágrimas en sus alas.

En otra ocasión, años después, el mismo evento me tocó vivirlo en la vieja Tajanat Mercazit de Tel Aviv, un paradero de autobuses, un laberinto de corredores y una muchedumbre frenética, moviéndose al mejor estilo browniano. De pronto, esa serena que por sí misma invita a parar la vida, a detener un momento toda actividad para estar con nuestros héroes caídos, con nuestros muertos que vendieron caro su vida y la sacrificaron por un sueño de miles de años: El Estado de Israel o, como muchos gustan decirlo con cierto tono despectivo: El Estado Judío. Sí, el Estado Judío, que pese a estar rodeado de millones de enemigos y amenazas, ha cumplido su cometido de hacer florecer un desierto y de ser la Luz entre las naciones, en muchos campos.

Pero, no nos engañemos, todo eso tiene un precio y no es bajo. Ronny, un compañero de Mijlelet Hadasah me contaba: “Un día estaba con mi pelotón, en el Sinaí. Era mi cumpleaños y estaba con uno de mis mejores amigos, nos conocíamos desde la secundaria. Se nos ocurrió poner una lona sobre la barricada, con el infantil propósito de “protegernos de algún proyectil. Salí para amarrar la lona. Al segundo siguiente un Katiuska cayó dentro de la barricada, perdiendo de inmediato a mi amigo, a mi hermano …” Cuando Ronny me lo relató sus ojos brillaban con el recuerdo de un ser muy querido y por una lágrima atrapada en el tiempo y en el sentimiento.