“60 Voces por Israel” editorial Keren Kayemet Leisrael en México.

GILBERTO RINCÓN GALLARDO

Permítanme hacer de este breve texto un argumento doble. Por un lado, un reconocimiento de la importancia de conmemorar el sexagésimo aniversario de la fundación del Estado de Israel. Por otro, de reflexionar, incluso en una clave personal, acerca de la tarea compartida de construir una cultura común capaz de eliminar el antisemitismo de nuestras percepciones y nuestras evaluaciones.

Es imposible separar la fundación del Estado de Israel en 1948, por mandato de la entonces naciente Organización de las Naciones Unidas, y el drama del Holocausto padecido por el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. Pero también habría que decir que este nacimiento no fue una creación ex nihilo, sino el reconocimiento de una estructura social que se había fraguado desde principios del siglo XX y que clamaba ya por su reconocimiento político.

En todo caso, la fundación del Estado de Israel en la que fue la tierra de origen de sus ancestros, es decir en Palestina, implicó, junto con los avatares de los recurrentes y complejos conflictos con sus vecinos en Oriente Medio, la fundación de una comunidad política plural, democrática y con una pujanza histórica fuera de lo común. Porque, en efecto, tras los vapores perversos de la guerra y el conflicto, respecto del cual sólo podemos reclamar justicia y equidad para todos los involucrados en éste, se halla la evidencia a veces olvidada de que Israel es una democracia pluralista que ha sabido darse y sostener un modelo representativo y un Estado de bienestar, aún en tiempos de conflictos bélicos continuos.

Desde luego, la celebración de este aniversario no sería la misma si Israel no se hubiera mantenido como la única democracia funcional en esa zona del mundo, y si su pluralismo social y cultural , además de su viabilidad como nación, no hubieran dado la razón a los estadistas que apostaron por apoyar la formación estatal de la nación hebrea en aquellos dramáticos momentos. Pero es precisamente porque Israel es una democracia constitucional, es decir, un régimen político en el que la soberanía popular se expresa en el marco de un sistema de derechos fundamentales, por lo que podemos pedirle una solución equilibrada y pacífica del conflicto que le enfrenta con el pueblo palestino. También los palestinos merecen un Estado, y las rutas pacíficas y el diálogo son el único camino para encontrar una estructura política pacífica que ha de responder a una convivencia obligada por la geografía y por la historia.

Buena parte de los obstáculos que ha tenido que remontar el Estado judío, y los ciudadanos judíos en particular, proviene de la pervivencia de esa lacra cultural que es el antisemitismo. Para quienes apostamos por una cultura de la igualdad y la no discriminación, queda claro que el antisemitismo no es una cuestión particular ni un rasgo histórico que terminó con la derrota del nazismo en 1945. Por el contrario, se trata de un rasgo de la cultura humana que vuelve una y otra vez por sus fueros, y contra el cual ninguna precaución es poca y ninguna campaña cultural y política es excesiva o redundante.

Por ejemplo, en México, desde que un grupo plural e incluyente de ciudadanos y políticos constituimos, en 2001, la Comisión Ciudadana de Estudios contra la Discriminación, insistimos una y otra vez en que el antisemitismo debía ser considerado como una forma particular de discriminación. En efecto, en el largo trámite y negociación de lo que ahora es la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, vigente desde 2003, la prohibición expresa del antisemitismo entró y salió de los borradores de esta pieza legislativa. Una y otra vez, por cierto, tuvimos que explicar a algunos legisladores que las formas de discriminación por religión o por etnia no agotan ni explican el fenómeno histórico del antisemitismo. Finalmente, como ustedes saben, hoy en día, la legislación federal contra la discriminación señala de manera expresa que el antisemitismo es una forma de discriminación que está prohibida en México.

En términos históricos genuinos, sigue siendo apenas un momento el que nos separa de esta tragedia del Holocausto o del Exterminio; pero en la flaca memoria de la vida dinámica que trascurre y parece agotarse en el día a día, el horror de los campos nazis de exterminio corre el riesgo de diluirse a la par que se desvanece la vida de los últimos sobrevivientes de esa crueldad infinita. Por ello, nos urge mantener y alimentar la memoria.

En efecto, uno de nuestros grandes desafíos éticos del presente consiste en aprender a no olvidar las brutales lecciones del pasado. Porque el olvido no sólo nos distancia del sufrimiento de los otros y nos hace perder los lazos de una humanidad común, sino también porque nos encamina a minimizar las tragedias del presente, a justificar su repetición y hasta a asentir frente a sus nuevas realizaciones.

El mismo prejuicio que estuvo a la base del genocidio mantiene su insana presencia en nuestra época: la eliminación del otro por ser distinto, por tener sobre su figura el estigma que lo deshumaniza y despoja de todos los derechos.

Seis millones de judíos perecieron en los campos de concentración y exterminio que el nazismo había instalado no sólo en territorio alemán sino, sobre todo, en áreas conquistadas a partir de 1939. La mayoría de los muertos en estos campos fueron judíos, pero también fueron asesinados presos políticos, comunistas, cristianos, sindicalistas, gitanos, personas con discapacidad y resistentes a las diversas ocupaciones territoriales de Alemania. Al horror de cualquier guerra, y la Segunda Guerra Mundial, tuvo horror y drama de sobra, el Holocausto agrega la evidencia de la maldad absoluta, del mayor desprecio por la vida de quien es diferente y de la sistematización y tecnificación del crimen masivo basado en los prejuicios negativos, en los estigmas y en la discriminación. Sólo en Auschwitz, se exterminó a un millón cien mil personas, pero la maquinaria de los campos de concentración y exterminio se extendió por prácticamente toda la Europa conquistada por los nazis y, en el caso de la población judía, se alimentó de, y llevó al extremo, esa forma de discriminación que es el antisemitismo.

Fácil resulta, por desgracia, adjudicar el exterminio de la población judía en esos campos de la muerte a las obsesiones de Hitler, a su ideario racista o a su biografía personal. También resulta sencillo, aunque igualmente falso, adjudicar este exterminio sólo a la dirigencia política y militar del Nacional Socialismo, suponiendo que la gran mayoría del pueblo alemán no supo con exactitud ni de la existencia de los campos ni de lo que sucedía en ellos. Desde luego, no es posible decir que toda esa gran mayoría social fue responsable directa de esta política de crimen y exterminio, pero cuesta trabajo creer que los prejuicios antisemitas, instalados en la cultura alemana de esa época con una gran fuerza, no generaran el caldo de cultivo para que mucha gente volteara a otro lado cuando los judíos fueron primero hostigados, luego perseguidos y finalmente torturados y ejecutados.

La hipótesis de la locura maligna de un líder o de una camarilla es en buena medida tranquilizadora, porque deja fuera a la gente “normal”, a las personas comunes y corrientes que en situaciones regulares serían incapaces de hacer daño a nadie. Sin embargo, la naturaleza racista del nazismo y el odio contra los judíos no es únicamente cuestión de un líder delirante o de su grupo político obnubilado por el dogma, sino la explotación política de ciertas ideas populares y la elaboración y defensa pública del prejuicio y el odio socialmente extendidos, en una palabra, la radicalización de la cultura de la discriminación contra los judíos.

Porque discriminación antisemita había, y mucha, al menos desde 1935, cuando se proclaman las Leyes Raciales de Nuremberg, que prohibían a los judíos casarse o tener relaciones sexuales con la población aria. También había ya antisemitismo en abundancia en 1938, cuando entre el 9 y el 10 de noviembre, la célebre “Noche de los cristales rotos” dio el aviso de partida para la persecución de la población judía en Alemania. Con la Segunda Guerra Mundial ya en proceso, esta cultura contra los judíos se manifestó en las primeras deportaciones de judíos hacia el Este en el mismo 1939 y con la confinación de los judíos en el Gueto de Varsovia en 1940 y las primeras ejecuciones masivas y experimentos científicos con humanos en Auschwitz en 1941.

No se trata de especular acerca de si la Segunda Guerra Mundial hubiera sido menos brutal y menos bárbara en ausencia del antisemitismo, pues los millones de muertos no judíos de este conflicto exhiben una violencia fuera de todo registro humano anterior y posterior, pero resulta claro que la planificación y conducción política y técnica del Holocausto en el marco de esa guerra sólo fue posible por la extensión y aceptación de una cultura discriminatoria contra los judíos de larga data y profunda raigambre social.

Así, dentro de la radicalidad de la violencia y el abuso presente en toda guerra, el exterminio de los judíos es un radicalismo particular, irreductible a las razones tradicionales de cualquier guerra y que debe medirse según su lógica propia. En todo caso, la pregunta que se impone es si esa cultura del antisemitismo murió con la derrota de los nazis o si es una realidad cultural contra la que se debe seguir luchando y frente a la cual no debería haber espacio para desmayos o abandonos.

La discriminación, es decir, el desprecio social contra un grupo estigmatizado que limita sus derechos y oportunidades, no es directamente mortal. Sin embargo, es el estimulante cultural de la exclusión, la segregación y la negación de la humanidad de las víctimas, pues “naturaliza” su inferioridad, detecta el “riesgo” que comportan y, sobre todo, y esto es acaso lo más grave, “justifica” el daño que se les haga.

La discriminación contra la población judía envolvió culturalmente el proceso del Holocausto y ha justificado las negaciones sostenidas por el revisionismo histórico. Por ello, aunque sus autores materiales hayan desaparecido, sabemos que el exterminio sigue siendo una posibilidad de la mentalidad discriminadora. Por ello mismo, es necesario luchar por una cultura de la equidad y el respeto a las diferencias, precisamente porque sabemos hasta donde puede llegar la cultura de la exclusión y el desprecio hacia un grupo estigmatizado.

Hoy, al celebrar los sesenta años de existencia del Estado judío, podemos celebrar también que los valores de la no discriminación y el antisemitismo, pese a todos los vientos en contra, han ganado espacio y reconocimiento. No es demasiado, pero es un buen estímulo para seguir luchando por un mundo más justo, equitativo y pacífico.

GILBERTO RINCÓN GALLARDO Y MELTIS (Ciudad de México,1939-2008). Estudios de derecho en la Facultad de Derecho de la UNAM. Miembro fundador y asesor permanente de la Central Campesina Independiente. En 1963 ingresó como militante activo al Partido Comunista Mexicano y se convirtió en integrante de su Comité Central. Entre 1968 y 1971 fue preso político en el Palacio Negro de Lecumberri, a consecuencia de su participación en el movimiento estudiantil de 1968. Fue diputado federal en las Legislaturas LI y LV. En 1989 fundó el Partido de la Revolución Democrática (PRD). En 1997, renunció al PRD. En 1999, fundó el Centro de Estudios para la Reforma del Estado. En 2000, fue candidato a la Presidencia de la República por Democracia Social, partido político nacional del cual fue fundador, y presidió la Comisión Ciudadana de Estudios sobre Discriminación, en el cual se presentó el anteproyecto de Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación. A partir del 2003, Presidente del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación. A partir del año 2005, integrante del Consejo Consultivo de la Oficina de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) en México. Antes de su fallecimiento, aceptó con entusiasmo colaborar en la presente publicación y presentó lo que precede.