SHULAMIT BEIGEL PARA ENLACE JUDÍO

Varias amenazas se ciernen sobre la humanidad: el desastre ecológico, la crisis económica, el apogeo de los fundamentalismos, y la pérdida de un buen número de nuestras antiguas garantías (que terminaron siendo, más bien fantasías). Se nos fueron los lazos tradicionales de relación comunal. Cambió la fisonomía urbana, cambió la familia, cambiaron los símbolos y los valores. Cambió la vida.

Una simple constatación para empezar.

Los hermanos mayores de las familias de clase media se rebelaron, en los años setentas. Contra la voluntad de sus padres, se dejaron crecer el pelo.

Los Beatles y Bob Dylan se alternaban en los tocadiscos familiares marca Majestic, Punto Azul (Blaupunkt), o Westinghouse. Un poco de misticismo yogui y meditación. Leían pedacitos de la Biblia, Gibran Khalil, Lobsang Rampa, Herman Hesse, Nietzsche y el Diario del Che Guevara. Algunos otros dejaban el país donde habían nacido y se iban a los Estados Unidos de Norteamérica o hacia Europa.

Ellos fueron, por decirlo de algún modo, la generación intermedia, los hippies de París, San Francisco, Israel o México. La generación Encantada de entonces. Ahora son padres y abuelos y se han convertido en la generación Desencantada. Casi no pelean con sus hijos. Es inútil. Inútil reñir con ese Frankenstein que resultó ser más libre que su creador, que vive la libertad sin pensarla, sin grandes símbolos. Viven y ya. De Frank Sinatra a los Beatles y de los Beatles al rap y el reggaetón.

El “Usted” fue sustituido por el “Tu” al dirigirse a padres y adultos. La fuerza de las palabras, en cierto sentido, un monosílabo, cambió al mundo.

¿Qué buscan los jóvenes de hoy en día? Muchas cosas, este es uno de sus rasgos característicos. Ellos quieren y en el querer está el quid, la esencia. Quieren el Ipod, los celulares, zapatos sport de marca, jeans de marca, Lacoste de verdad verdad. Con esta generación estamos ante el imperio de lo efímero.

Vietnam, los Beatles, los desastres ecológicos y La madre Teresa los tienen sin cuidado. A estos jóvenes no los desveló ninguna guerra. Se han cambiado los signos. Las señales de Victoria o de Amor y Paz han sido cambiadas por las imágenes del mercado. Lo que puede comprarse. No tienen signos, no tienen por lo tanto, significados.

A esta juventud no le gusta pensar, le gusta aturdirse. Le gusta vivir, llenarse los sentidos. Lo prueba su música, la mayoría de las veces sin historias, sin argumentos. Pocos son los que se conmueven con Serrat o Lennon o Gardel o Yves Montand. No les emocionan la tarde ni las puestas de sol. Ni piensan que para ellos han florecido las rosas. Son inquietos, pero muchas veces inconmovibles. No tienen conciencia de lo pasajera que es la juventud. Las anteriores generaciones estaban bien apercibidas de esto: el límite eran los treinta años. En el presente, los jóvenes se comportan como si estuvieran destinados a la eternidad. Se comen al mundo, y pagan a plazos. No los perturba el paso del tiempo, el río cambiante de Heráclito les es ajeno.

La ciudad, la democracia y la modernidad, les llegaron hechas. En la primera viven. Las otras dos les provocan la más absoluta indiferencia. No gozan (ni sufren) ningún ideal. Son la expresión viva de un mundo desencantado. Son, permítanme la paradoja, una generación perturbada pero imperturbable.

Y sin embargo, no todo es tan malo como parece. Pues a su modo, son más libres. No idealizaron ni conquistaron la libertad, no viven De ella, viven En ella.

Dos generaciones interesantes por razones diversas. Los abuelos y padres que lucharon por la libertad deificándola, y los que la viven sin pensar siquiera en ella.

Ciertos filósofos han intentado demoler dos o tres mitos de nuestra época. Uno de ellos tiene que ver con la idea de que en nuestros días los jóvenes no se interesan por nada serio solo quieren dinero y divertirse.

Fernando Savater, filósofo español de moda, dice que esto es falso y según él, más bien debe reconocerse que los jóvenes de hoy quieren vivir del mejor modo posible como los de todos los tiempos. El problema es que la buena vida nunca resulta cosa fácil y los que no son muy ambiciosos se aburren y prefieren hacer una carrera, como sus padres. La juventud pues, es una etapa de la vida dominada por una aspiración común en todas las generaciones: vivir del mejor modo posible.

Contra la hipótesis de Savater, pueden citarse otras, para quienes los jóvenes de hoy son mucho más lúcidos que los de ayer. Los jóvenes de la generación del 68 por ejemplo, vivieron sus causas con pasión y generosidad, pero no tardaron en descubrir que el Vietnam agredido por el que se habían manifestado en las calles, se convirtió en el país agresor de camboyanos, y que la revolución rusa que había encendido sus corazones y su imaginación, había degenerado en una dictadura burocrática. Esas y otras causas se les revelaron a aquellos jóvenes como ilusiones, o mejor dicho como desilusiones.

La generación intermedia, la de los fines de los setenta y mediados de los ochenta, a la que por caprichos del azar a las secretas leyes del destino, pertenece quien estas líneas escribe, es la que incursionó en la política compartiendo algunos mitos de la izquierda, los hippies y el rock, sin ser tan de izquierda y sin ser tan hippies. No dudo en definir a esta generación con un solo término: ambigüedad. Detrás de nuestras máscaras liberales y democráticas, se ocultaban nuestras frustradas bestias revolucionarias y democráticas. Esta ambigüedad es resultado de que no hemos tomado parte como cabezas, como protagonistas principales, en ningún movimiento social relevante. Situados entre dos épocas, la de la Segunda Guerra Mundial (somos segunda generación o tercera del Holocausto) y la del desencanto y la vida privada, nos refugiamos finalmente en la pasividad. No creamos símbolos propios, y de alguna manera hemos vivido siempre de prestado.

Ambigüedad en todos los ámbitos de nuestra vida. Nuestros padres bailaron el Waltz después de que se liberaron de los campos de concentración. Nuestros hijos bailan la salsa y el reggaetón. Nosotros no bailamos ni lo uno ni lo otro. A veces ni siquiera sabemos bailar. No somos sujetos de convicciones, somos más bien, sujetos de conveniencias. Quizá por eso nos gusta hablar tanto de lo real, de la vida real, y es que la realidad nos robó los sueños. Nos burlamos de los viejos socialistas y sus utopías, mientras miramos con desprecio la indolencia y la banalidad de los jóvenes, a los que tal vez envidiamos en el fondo por su desenfadada libertad. La verdad es que no entendemos ni a los unos ni a los otros. O tal vez los entendemos a medias. Tenemos un pie en la modernidad en la que vivimos, y otro en la vida de nuestros padres y abuelos.

Somos una generación partida. Como Fausto, dos almas moran en nuestro pecho. La rebelde y la cínica, la desencantada. Al final se impone siempre la inercia: gana la normalidad, el espíritu protocolario que nos aconseja guardar las formas, mantener el decoro, hacer la cola y portarnos bien.

Y sin embargo, no todo está perdido para la generación intermedia, entre los encantados por la revolución de ayer y los jóvenes de hoy. Las sombras pueden convertirse en luces. A nuestro favor tenemos la posibilidad de ser el puente entre dos mundos: entre las ilusiones del pasado y la indiferencia del presente.

¿Cómo reunir en una sola las dos almas que habitan nuestro pecho?

No lo sé.