EL PAÍS

Todos buscamos una hoja de ruta que nos saque del pozo. Para los eurobonos esta pasada noche en Bruselas. O para salir del avispero de Afganistán, hace unos días en Chicago. El mayor inconveniente de esta idea luminosa que nos proporciona una guía sin pérdida posible es que lleva incluido el fracaso en su propio origen. Ahora mismo se cumplen 10 años de la hoja de ruta que popularizó la expresión, la hoja de ruta por excelencia que debía conducir a la paz entre israelíes y palestinos en tres años, en 2005 exactamente. En un año, cese de toda violencia, congelación de los asentamientos y reformas políticas y celebración de elecciones en la parte palestina; en otro, restauración de relaciones entre Israel y los países árabes y conferencia internacional para resolver todas las condiciones para la creación del Estado palestino, incluyendo las económicas; y en un tercero más, negociación de fronteras definitivas, asentamientos en Cisjordania, refugiados palestinos y Jerusalén.

Ni siquiera se inició la carretera que lleva al primer año, tal fue el tamaño del fracaso. Podríamos utilizar una expresión menos usada, pero si las hojas de ruta salen una y otra vez de la boca de los responsables políticos ante los problemas más variados y difíciles por algo será. Una explicación podría ser que hablamos de hojas de rutas, road maps en su expresión original, precisamente porque estamos totalmente desorientados y no sabemos ni dónde estamos ni hacia dónde hay que tirar. Como si su repetición a título de oración terminara haciendo llover sobre nosotros los mapas de los que carecemos tanto los ciudadanos como, lo que es mucho peor, los dirigentes. Algunos incluso lo dicen sin rebozo: nos adentramos en territorio desconocido y no tenemos ni idea de hacia dónde vamos. Practican entonces la navegación a vista, guiados por las citas electorales o las encuestas que miden su popularidad, el grado de aceptación de las medidas que propugnan o las expectativas electorales. En casos muy singulares, como es el de Rajoy, la presión es más inminente, a vista de 24 horas, y material, porque son las necesidades de liquidez de los bancos o incluso de las Administraciones las que guían cada movimiento y declaración, atendiendo así a la prima de riesgo y a las oscilaciones del Ibex 35 y en ningún caso a objetivo alguno que no sea llegar vivo al día siguiente.

Utilizar la expresión hoja de ruta para el caso de Afganistán, como hizo Obama en Chicago, es así tan pertinente como descorazonador. De la misión que llevó a la OTAN al país afgano hace 10 años solo se sabe una cosa: tuvo la cobertura legal del Consejo de Seguridad y fue en respuesta a los ataques del 11-S organizados por Al Qaeda desde sus bases en el país de los talibanes amigos. Una vez derrocados los talibanes, tan pronto como en el mismo 2001, poco se puede decir de los objetivos o de los resultados durante estos 10 años ni ahora mismo porque siempre han sido confusos y nadie ha conseguido explicarlos.

El actual presidente, adversario de la guerra de Irak pero partidario de la de Afganistán, supo pronto que no se obtendría más estabilidad ni garantías de un Estado viable en un año que en 10. Declararse vencedor y partir, que es lo que quieren hacer todos los presidentes, era imposible. De ahí esa hoja de ruta, aprobada en la cumbre de Chicago, sin más objetivo ni propósito que terminar ordenadamente de una vez y dejar atrás esos 10 años de guerra, la más larga jamás librada por Estados Unidos.

No va a ser fácil. Pakistán está en el origen de todo y también estará en el final. Su frontera está ahora cerrada a los suministros a Afganistán, en respuesta a la matanza de 24 soldados paquistaníes en noviembre por bombardeos estadounidenses. Sacar a los 130.000 soldados que tiene la OTAN, y sobre todo su colosal impedimenta, requiere de estas vías que han visto incrementado súbitamente su coste: los paquistaníes cobraban unos derechos de paso de 250 dólares por camión antes de la matanza y piden 5.000 ahora. Hace falta dinero para irse y también hace falta para dejar la seguridad en manos del nuevo Ejército afgano al que hay que formar. Eso es lo que Obama pidió a los aliados en Chicago, aunque su preocupación mayor fue que la retirada prematura de Francia no fuera el cornetín de desbandada para los otros aliados, todos ellos sometidos a unas restricciones presupuestarias que han mermado cualquier vocación de intervención exterior.

La OTAN sabe o cree saber lo que va a hacer en Afganistán, pero en Chicago también se ha desentendido claramente de la matanza en Siria. Ahí ya no sabe nada. Y de lo que no se puede hablar, mejor callarse del todo. Así parece creerlo una Alianza que se decía guiada por unas ideas y unos valores discretamente arrumbados en la navegación a vista, que es lo habitual cuando no hay ni hoja ni ruta.