ESTHER CHARABATI

Oscar Wilde lamentaba la decadencia de la mentira, reprochando a los jóvenes su falta de imaginación. Nosotros, menos valientes, hemos transitado por la vida censurando la mentira y practicándola. Frases como “Yo sé que puedes”, “Diles que no estoy”, “Soy incapaz de hacerte algo así”, son la expresión más burda y cotidiana de nuestra inclinación a deformar las cosas. Hay otras más sofisticadas, como las que inventan los abogados para salvar a su defendido —que a veces es, de por sí, inocente— y que nosotros aplaudimos; están las que llenan a diario los periódicos y que para lograr verosimilitud recurren a las encuestas y estadísticas.

Están los discursos de los funcionarios y los pseudodescubrimientos científicos, y también las novelas y las películas que, por lo menos, se asumen como una mentira auténtica.

Un mundo sin mentiras sería improbable porque generalmente estamos convencidos de decir la verdad cuando sólo decimos lo que pensamos. Un buen ejemplo nos lo dio Pinochet al afirmar que su único objetivo al apoderarse del gobierno fue salvar al país del comunismo. Tal vez lo creía sinceramente, pero no era la verdad. ¿Otro ejemplo? “Te amaré siempre”

¿Cuánto tiempo dura esa verdad?

Por otro lado, reconozcamos que las mentiras cumplen varias funciones: por un lado “aceitan” las relaciones y vuelven más llevadera la vida. Si cada vez que nos encontramos con alguien nos dijera lo que realmente piensa de nosotros, ¿dónde acabaría nuestro amor propio? ¿Qué clase de convivencia tendríamos? Si los padres siempre expresaran con franqueza la opinión que tienen de sus hijos, si cuando vamos a solicitar empleo en lugar de un elegante “Le avisaremos más adelante” nos respondieran “No la voy a contratar porque está muy fea”, si nuestros hijos nos dijeran

“No me gusta platicar contigo porque ya no coordinas bien” y las editoriales devolvieran los textos diciendo que son una porquería… si diariamente tuviéramos que escuchar esas verdades, la vida sería aún más difícil.
Otra función que las mentiras cumplen cabalmente es la de brindar placer. “Eres la mujer más bella sobre la tierra”,

“No puedo vivir sin ti” son algunas de mis preferidas: no hacen daño porque nadie se las cree, pero escucharlas produce un placer incomparable.

A menudo las mentiras toman la vía del optimismo. ¿Preferimos el discurso presidencial que ratifica el fracaso de la política económica y la quiebra inminente del país o aquel que vislumbra una recuperación segura, aunque a mediano plazo? ¿Es mejor el diagnóstico que anuncia una muerte inminente o aquel que se empeña en inyectarnos vida y entusiasmo? A final de cuentas, siempre será difícil determinar cuál de estas afirmaciones está más cerca de la verdad. Desde esta perspectiva resulta difícil hablar de la inmoralidad de la mentira, porque tendríamos que asumirnos como inmorales consuetudinarios.