MOISÉS NAÍM

Fue uno de esos días importantes que, sorprendentemente, pasó casi inadvertido en los medios de comunicación del mundo. Resulta que, según los cálculos del Departamento del Tesoro de Australia, el 28 de marzo pasado las economías de los países menos desarrollados en su conjunto superaron en tamaño a las de los países más ricos. “Ese día terminó una aberración que duró un siglo y medio”, escribió el columnista australiano Peter Hartcher, refiriéndose al hecho de que, hasta el año 1840, China había sido la mayor economía del mundo. “Los chinos ven esto y dicen: lo único que pasó es que tuvimos un par de siglos malos”, señala el experto en Asia Ken Courtiss, también citado por Hartcher. Courtiss añade: “Lo que está ocurriendo es que, en un abrir y cerrar de ojos, en tan sólo una generación, el poder se ha mudado de Occidente a Oriente. Y con el tiempo veremos que no se trata sólo de un movimiento del poder económico y financiero, sino que también migrará a Oriente el poder político, cultural e ideológico”.

¿Será así? Los comentarios de los lectores de la columna de Hartcher ofrecen una espontánea pero reveladora síntesis de un debate que también consume a gobernantes, políticos, militares y académicos en todas partes: ¿cuál será el país más poderoso en el mundo? Derek, por ejemplo, afirma desde Canberra: “No tenemos por qué preocuparnos. En el papel, China e India aparecen como potencias, pero en realidad la mayoría de sus ciudadanos no tienen acceso a servicios sanitarios o a electricidad”. Otro lector que se identifica como Barfiller añade: “No olvidemos estas realidades de los países emergentes: conflictos fronterizos y enfrentamientos por el control del agua y otros recursos; débil protección de patentes y propiedad intelectual; diferencias étnicas, religiosas e ideológicas; desavenencias históricas y culturales, etcétera. Los países emergentes no lo tienen nada fácil”.

A su vez, David insiste en la necesidad de tomar en cuenta “la mala distribución de la riqueza entre la población de estos países. La diferencia entre la riqueza del chino promedio y sus más privilegiados camaradas del partido es una brecha insalvable. Y esa misma brecha existe en la India. En China se debe a una profunda corrupción controlada desde arriba y en India es causada por indelebles divisiones de clase basadas en la religión y la cultura”.
Así, según estas opiniones, China e India son países demasiado debilitados por sus divisiones y otros problemas internos como para ser las potencias rectoras del mundo.

Pero los problemas de estos grandes países en ascenso ya no solo les incumben a ellos. Caledonia, una lectora que escribe desde Sidney, cree que los otros comentaristas no se dan cuenta del peligro que les acecha: “Si la economía de China sufre un crash, ustedes se van a encontrar en las filas de los desempleados y podrán darse por afortunados si consiguen un trabajo limpiando baños”.

Detrás de todas estas observaciones subyacen importantes suposiciones acerca de lo que hace que una nación llegue a ser tan poderosa como para imponerle su voluntad a otras. Esto antes era privilegio de los imperios. Después lo fue de las dos superpotencias: Estados Unidos y la Unión Soviética. Y tras el hundimiento de esta última, se puso de moda suponer que entrábamos en una era unipolar en la cual una sola superpotencia, Estados Unidos, dominaría el mundo.

Esta percepción duró poco. El ascenso de China y otros países, sumado a los problemas de Estados Unidos, hicieron que la idea del mundo unipolar fuese perdiendo vigencia. Pero si no es el mundo bipolar de soviéticos y norteamericanos, ni el unipolar donde Estados Unidos reina sólo, ni el multipolar dominado por la influencia de América, Europa y un Asia en ascenso, ¿entonces qué tipo de mundo es el que está naciendo?

En los últimos años, las respuestas a esta pregunta han estado influidas por el despegue económico de los países emergentes y la crisis financiera en Europa y Estados Unidos. Pero ahora, a medida que los emergentes entran en una más lenta y difícil situación económica que inevitablemente alimentará la turbulencia social y política, y Europa sigue sumida en la crisis, el debate va a cambiar de nuevo. Y cuanto más rebotan de un lado a otro las opiniones acerca de qué nación será la potencia dominante del mundo que se nos viene, más claramente comienza a perfilarse la respuesta: ninguna.

Twitter: @moisesnaim