LIC. VIVIAN SAADE

La casa es el primer lugar en el que los niños aprenden las bases de las relaciones. Se relacionan con los padres, con los hermanos, con personal de servicio, y poco a poco van saliendo al “mundo” en donde existen abuelos, primos, tíos etc. En estos primeros años, las relaciones que van teniendo se dan con personas con las que están ligados familiar o emocionalmente y van a perdurar aunque el comportamiento del niño no sea el más asertivo; permanecerán cerca de él aun cuando hayan hecho algo que no sea adecuado (pegar, responder groseramente, retar límites, demandar que se haga lo que él quiere), porque a fin de cuentas nuestro amor es incondicional.

Pero llega el momento de enfrentarse a un universo en donde existen más niños y adultos que van a relacionarse con él esperando un cierto comportamiento adecuado que permita que ambas partes se sientan a gusto, y es aquí donde comienza la prueba de fuego. Si de chicos identificamos actitudes incorrectas y pensamos: “son niños y ya aprenderán”, las toleramos o ignoramos, éstas en un futuro podrían convertirse en verdaderas dificultades para relacionarse con otros.

Una alerta de esto podría ser, por ejemplo, si el niño constantemente toma el papel de víctima cuando tiene problemas, echándole la culpa de todo a los demás ya que no lo “entienden”, “no hacen lo que él les pide” o “lo culpan de todo”.

En una pelea siempre hay 2 culpables, y el asumir la parte de la culpa que le corresponde será primordial. Si notamos que este patrón se repite constantemente, por ejemplo podríamos ayudarle a nuestro hijo de la siguiente manera:

• Pedirle que nos platique lo que pasó de manera desapasionada, objetiva (le pedimos que por un ratito deje a un lado cómo se sintió), sólo refiriéndose a los hechos: ¿Qué hizo él? ¿Qué hicieron los otros involucrados?
• Prestar mucha atención a los detalles para poder poner en evidencia lo que estuvo mal de parte de los otros y lo que más nos interesa: lo que estuvo mal de parte de nuestro hijo.
• Darle el espacio para hablar.
• Escucharlo procurando no enjuiciarlo, regañarlo o castigarlo.
• No usar frases como “deberías haber hecho…”
• Mirarlo a los ojos mientras habla y repetir de manera respetuosa lo que dice para que sepa que sí estamos atentos y entendiendo lo que nos platica.
• Encaminar la conversación con preguntas de tal manera que lleguemos al fondo del problema, y leer un poquito entre líneas.
• Hacerlo reflexionar sobre cómo se pudo haber sentido el otro niño por el problema o sobre qué lo llevó a actuar de esa manera, tratando de “ponerlo en sus zapatos”.
• Hacerle saber que todos nos equivocamos y recalcarle aunque él haya hecho algo mal, nosotros lo seguimos queriendo.
• Al final, pedirle que nos diga de qué otra manera cree que se pudo haber resuelto el problema, validándolo.
• Preguntarle cómo cree que se puede arreglar ahora el problema. Sólo después de que él haya propuesto una solución, nosotros podemos darle otras opciones o sugerirle que escoja alguna de ellas para remediarlo.
• Proponerle que actúe así la próxima vez.

De esta manera podemos reflexionar sobre los conflictos que nos vaya contando nuestro hijo, poniendo atención para ver si hay algunas conductas que se repiten y así poder sugerirle que vaya tomando actitudes diferentes mediante esas nuevas ideas que ambos propusieron. Hay que abrir el espacio para estas pláticas y darles seguimiento: preguntarles a los pocos días cómo lo resolvieron, si se ha presentado algún otro incidente, y qué ha hecho para evitar que se convierta en problema. Esto toma tiempo y para llevarlo a cabo es necesario ser muy pacientes, constantes y respetuosos.

A nadie le gusta mostrar sus errores, pero lo más educativo es que nosotros como padres reconozcamos ante ellos cuando hacemos una mala elección o cometemos algún error, platicándolo de manera natural. Si por ejemplo, llegáramos a decirles algo ofensivo al estar enojados, es recomendable acercarnos después de un rato y pedir disculpas, aceptar que dijimos cosas que realmente no sentimos, y decirles que trataremos de no repetirlo en el futuro.

Lo anterior no nos hará perder su admiración, por el contrario. Ellos sentirán que si sus padres, que son “perfectos” ante sus ojos, pueden errar, ellos como niños también; que todo se puede convertir en aprendizaje y que reconocer los errores y solucionarlos le ayudará en futuros problemas y relaciones.

Todos adoptamos inconscientemente ciertos patrones de comportamiento que nos “funcionan” o nos hacen sentir cómodos, a pesar de que no sean los más adecuados. Nosotros como adultos debemos conducir a nuestros hijos a ser conscientes de sus actos y a motivarlos a probar diferentes maneras de reaccionar, de solucionar problemas con los demás y conciliarse consigo mismos al aceptar sus errores, tomando siempre en cuenta que son una lección y una referencia para ser mejores en el futuro.