LETRAS LIBRES

Con el paso de los años, Mohammed Nafia se erigió como el líder de la naciente comunidad musulmana, haciendo mancuerna con Esteban López Moreno, conocido también como Hayy Idriss, quien tomó el papel de imán o líder religioso. Conectando de manera eficaz con líderes carismáticos de la zona periférica de San Cristóbal de Las Casas, Nafia e Idriss lograron convertir al islam al menos a cuatro hombres que contaban con el apoyo de una base social importante en la región. Entre los líderes clave que aceptaron el islam se encuentra por ejemplo Domingo “Tumín” López Ángel, reconocido líder y representante de los expulsados de San Juan Chamula.

Para el año de 1997, la comunidad crecía sumándosele cada vez más hombres y mujeres indígenas que comenzaron a ver en el islam la forma de vida que habían venido buscando por años.

Las conversiones, conocidas como shahadas,[3] de los y las chamulas al islam se llevan a cabo de manera familiar y de forma epidémica. Y es que debe decirse que la mayor parte del encuentro indígena con el islam se dio a partir de la conversión de un miembro de la familia, tras la cual todo el clan lo siguió. De acuerdo al testimonio de Abdul Haffid Checheb, uno de los primeros conversos al islam, durante las celebraciones organizadas por los españoles en 1997 y 1998 se llegaron a convertir cientos de mujeres y hombres indígenas tzotziles de todas las edades. Este caso es pues particular, ya que “la conversión grupal al islam de un mismo grupo indígena no se había dado ni en México ni en América Latina” (Zeraoui, 2011).

Evocando los días gloriosos del profeta Mahoma se cimentó y moldeó la “Medina chiapaneca”, ubicada en la alegórica colonia de Nueva Esperanza. A través de la constitución legal de lo que se conoció como el Centro de Desarrollo Social para Musulmanes, Misión para el Da’wa a. c. y la compra de un extenso predio, los españoles implantaron un proyecto no solo religioso sino social y económico. El primer paso de este proyecto fue convencer a las familias de dejar sus tierras y mudarse al terreno bardeado donde se leía:
“Centro de Convivencia y Desarrollo Social para Musulmanes: enseñanza, aprendizaje, trabajo, ayuda mutua, limpieza y salud. Siguiendo el mensaje de Allah, nuestros corazones se iluminan y nuestras vidas mejoran”.

El proyecto comunitario de los murabitunes abarcaba todas las esferas de la vida de los conversos. En aquellos días, familias enteras de indígenas tzotziles se mudaron a vivir a aquel terreno en donde se edificaron gremios o proyectos económicos, una musala (lugar de oración) y la madraza (escuela) para los niños musulmanes. Para el año 2001 se erigió un microcosmos que por cuatro años proveyó a los nuevos musulmanes de trabajo, educación, guía espiritual y una vida en comunidad funcional. El grupo se vigorizaba con el tiempo; los hombres trabajaban en la carpintería, las mujeres en el gremio de costura, mientras que los niños y niñas asistían a la madraza, en donde además de aprender matemáticas y español se les enseñaba a leer y escribir en árabe.

Con el afán de diluir desconfianzas con las mujeres indígenas, las españolas vestían a la usanza chamula y portaban la misma falda de lana despeinada de borrego y blusa colorida, para hablarles sobre el islam. Salija, exesposa de Idriss, recuenta:

“Les enseñábamos a hacer el wudu [la ablución o ritual de limpieza con agua], a hacer el salat [oración ritual] y a memorizar lo poquito que comenzaban a saber del Corán. Fue un momento de clemencia y misericordia hacia el entendimiento de esta gente, que para nosotros era una cultura realmente diferente… pero llegamos a unir nuestros corazones y hubo esa fusión de culturas”.

En aquellos días de la época dorada de la comunidad liderada por el emir Nafia, el adhan (llamado a la oración) retumbaba en las faldas del cerro de Moxviquil cinco veces al día llamando a la oración, los niños dejaban las escuelas públicas por la madraza, las mujeres indígenas aprendían a colocarse el velo y algunos afortunados viajaban en peregrinación desde el sureste mexicano a La Meca. Decenas de indígenas regresaban de aquellas lejanísimas tierras para contarles a sus hermanos de aquel mítico lugar en donde “los pisos son de puro oro y todos hablan el idioma de Dios”.

La comunidad perfecta que los andaluces nostálgicos se esforzaron tanto por replicar en los Altos de Chiapas comenzó a tambalearse en el año 2007. Hasta que se rompió. El emir Nafia, quien recomendaba a los fieles musulmanes no relacionarse con el mundo exterior, llegó después al punto de prohibirles por completo el contacto con los “infieles”, provocando aislamiento, extrañeza y desconcierto dentro de la Medina chiapaneca. Y en la pequeña réplica de la ciudad del profeta, las quejas e inconformidades comenzaron a contagiarse junto con el cansancio de las largas jornadas de arduo trabajo, que en cierto momento dejaron de remunerar. Las quejas de las mujeres para con sus maridos llegaban a los oídos de un líder que se mostraba cada vez más inaccesible, cada vez más soberbio, distorsionando la inicial estrategia de educación y comunicación a base de insultos, regaños, castigos e incluso la prohibición de comer tortillas.