CUARTO PODER

“Los sueños pueden ser agradables, pero uno tiene que vivir en la realidad”. Con esta sentencia cierra Moshe Dayan (Degania, 1915-Tel Aviv, 1981) el capítulo de su autobiografía dedicado a la Guerra del Yom Kippur (octubre-noviembre de 1973). El mayor sueño de Israel –su anhelo de seguridad y reconocimiento por sus vecinos–, en apariencia consumado después de su fulgurante victoria (junio de 1967) en la Guerra de los Seis Días, resultó efímero. La euforia de los israelíes terminó pocas semanas después del Día del Perdón de 1973, cuando fueron sorprendidos en los campos de batalla por los ejércitos de Egipto y Siria.

A pesar de su arraigo definitivo en la vieja Palestina y de su balance exitoso en la cultura y la economía de la región, en el otoño de 1973 Israel despertó con amargura del sueño juvenil que le había donado la imagen de ser un pueblo conquistador de islas; la realidad doblegó el afán de los que, habiendo sido por mucho tiempo marionetas del Destino, enderezan su voluntad y por fin se valen por sí mismos –o eso creen- entre los muros fortificados de su ciudad. Israel y los otros…

También en ese momento despertó a la realidad el general Moshe Dayan, el miles gloriosus del nuevo Estado de Israel, dicho sea sin demérito de sus hazañas y de su destreza en el arte de la guerra, con las que escribió algunas de las páginas más memorables del nacimiento y las aventuras posteriores de su país. Pero, si se leen con atención sus Memorias, publicadas en Inglaterra sólo cinco años antes de su muerte, el lector sentirá probablemente la impresión de que el relato abierto entre sus manos tiene algo del sabor de las comedias de Plauto. Su autor no fue un fanfarrón, pero la realidad de la que nos habla Dayan –su realidad- no siempre pretende acercarse a la objetividad a la que aspira el cronista. El ya entonces viejo Dayan es un testigo interesado de los sucesos que cuenta. No deben reprochársele los pecados que casi todo el mundo comete cuando decide confesarse a los demás. Los vicios son variopintos y conviene advertir que el de Dayan no sólo es la exhibición chispeante pero majestuosa del individuo que apenas yerra. El tiempo y el espacio que limitan la vida del glorioso general fueron extraordinariamente difíciles y tormentosos, para él y para su comunidad. Así que no resulta del todo extraño que el mito y la realidad se disputen la escritura de Dayan y los contornos de su autorretrato: la del guerrero davídico enviado por los vientos de la Historia con la finalidad providencial de redimir a su pueblo y liberar a sus hermanos de la opresión.

Aparte de su ego desmesurado, el segundo gran defecto de Dayan es la distorsión del enemigo, su dificultad para detectar sus intereses vitales. Un hombre inteligente como Dayan pudo sacar más juego de su prudencia, que la tenía y a veces se dejó guiar por ella. Sin embargo, un exceso de idealización sobre los derechos históricos de su comunidad también le hizo cometer el pecado, muy grave, de no cerrar a tiempo el libro de la guerra. Algo de lo que en sus Memorias no parece darse cuenta en la medida que le corresponde.

Moshe Dayan: Historia de mi vida (versión en castellano de Ediciones Grijalbo, 1978) trasciende los límites de la autobiografía individual. En este caso las Memorias de Dayan son también las de la fundación del Estado de Israel. Hijo de emigrantes rusos y nacido en 1915 en Degania (Galilea), cuna del movimiento kibutzim, Moshe encarna el prototipo del sabra ideal, el nuevo judío que surgirá en el seno de una comunidad nacional renovada en Eretz Israel y que ha decidido romper con las tradiciones de sus ancestros de Europa, considerados sólo como carne de cañón resignadamente dispuesta a ser conducida al matadero. Súbdito del Imperio Otomano en sus dominios occidentales del sur del Mediterráneo, Dayan destacará muy pronto como agricultor y, por exigencias del guión histórico, aunará a ese oficio al aire libre -transformador de una naturaleza inhóspita y sin embargo maleable por una acción poderosa que huye de la realidad, urbana y europea, del ghetto- su proceso de formación militar hasta convertirse en lo que se espera de un sabra (nombre heredado de un cactus del desierto, duro, áspero y resistente a todas las inclemencias).

Dayan será por tanto, desde su adolescencia, el nuevo salvaje ilustrado. Campesino, soldado, buen lector y aficionado a la arqueología. Amigo de los beduinos de Galilea, no dudará en atacarlos si roban el ganado de los kibutzim de la zona, o cuando asaltan y matan a sus moradores judíos en los caminos para arrebatarles la mula y el dinero y, años después, en pleno Mandato Británico sobre Palestina, Moshe combatirá asimismo la actividad, política y armada, de los grupos de oposición árabe a la presencia de los pioneros sionistas en la que, con toda razón, se ha denominado la tierra más disputada del mundo. El arquetipo físico y moral de Dayan se contrapone al encarnado por los yekkes, los judíos alemanes, burgueses y más refinados, que emigraron a Palestina en los años 30 huyendo de los nazis. El ethos de los sabras, mezclado y confundido con el ethos de los yekkes. ¿No hay algo de esa combinación también en el Israel plural de la actualidad?

Encarcelado por los británicos, enrolado luego en su ejército durante la Segunda Guerra Mundial y combatiente contra los aliados de los nazis y los colaboracionistas de Vichy en El Líbano (donde pierde el ojo izquierdo en el asalto a una comisaría), miembro destacado de la Haganah en los años más duros del poder mandatario en Palestina -unos años de represión continua de los ingleses contra el yishuv constituido por los sionistas en su hogar bíblico- y héroe militar en la guerra nacional de 1948 contra los árabes, Dayan y sus compañeros alcanzarán su objetivo último de crear el Estado de Israel en el marco territorial designado por el plan de partición de la tierra diseñado tras la aprobación de ese Estado en la Asamblea de Naciones Unidas celebrada el 29 de noviembre 1947. Proclamado oficialmente el Estado de Israel por David Ben Gurión (14 de mayo de 1948), Moshe Dayan participará en la defensa de su comunidad frente a las agresiones de los palestinos y sus socios árabes. Primero en la carnicería entablada entre israelíes y sirios por el control de Degania, su kibutz natal. Poco después en el 89 batallón de comando a propósito de la toma de las ciudades palestinas de Lod y Ramla, lugares en que comenzó el éxodo masivo de los derrotados y la diáspora palestina. Luego sus incursiones punitivas en el sur, en el desierto del Negev ocupado por los egipcios. Para terminar la guerra –el 7 de enero de 1949- en el frente jordano como comandante de Jerusalén, con el broche final de la representación israelí en los acuerdos de armisticio y separación de fuerzas alcanzados entre Israel y las demás partes beligerantes en la isla griega de Rodas (de febrero a julio de 1949).

La carrera política y militar de Dayan cubrió al máximo nivel de responsabilidad los tres primeros decenios de la vida del nuevo Estado. Jefe del Estado Mayor del Tsahal (1953-1957), ministro de Agricultura (1959-1964) y titular de la cartera de Defensa (1967-1974), Dayan revive en sus Memorias los episodios centrales de su joven nación, y en su mayor parte lo hace con sinceridad y profusión de detalles. Particular atención merece su relato de la intervención conjunta de Israel, por un lado, y de Francia y Gran Bretaña, por otro, en la llamada Campaña de Suez de 1956. La sinceridad de Dayan, a la sazón Jefe del Estado Mayor del ejército israelí, desvela un cinismo político abrumador en la preparación y ejecución del complot urdido (con fines radicalmente distintos) por las dos potencias coloniales europeas y el Gobierno de Ben Gurión contra el Rais de Egipto Gamal Abdel Nasser, tras la nacionalización por este último, en julio de 1956, del Canal de Suez. Los intereses estratégicos de Israel (impedir el bloqueo egipcio de su acceso al Mar Rojo y proteger a sus ciudadanos de las repetidas incursiones terroristas desde el Sinaí y la Franja de Gaza), las ambiciones imperiales de una Inglaterra trasnochada y decadente, así como la desvergüenza del Ejecutivo francés en manos del socialista Guy Mollet, la Guerra Fría, la entrada en escena del presidente Eisenhower y su Secretario de Estado Foster Dulles abortando la conspiración de sus teóricos socios…, todos los elementos del rompecabezas, muy bien resuelto y mejor explicado, los coloca Dayan en su sitio desgranando una lección inigualable sobre las relaciones internacionales en el mundo de postguerra, con la que compone una de las secciones más notables del libro.

Sin embargo, Dayan sólo cuenta lo que le interesa. Esa omisión se debe en unos casos al mantenimiento de secretos de Estado, y en otros a la descomunal vanidad del autor, que le impide hablar de sus frustraciones. Entre los primeros están los episodios de la guerra sucia mantenida por los comandos especiales del Tsahal y el ejército jordano, así como las represalias israelíes contra Al Fatah y otras organizaciones palestinas, tanto en Oriente Medio como en Europa. Aquí el protagonismo de Dayan, pese a sus reservas y su lenguaje críptico, resulta innegable según todas las fuentes históricas. Respecto a su narcisismo, Dayan evade su responsabilidad personal, siendo ministro de Defensa con Golda Meir, del desastroso estado de la seguridad nacional de Israel en las semanas previas a la Guerra del Yom Kippur, desatada por Siria y Egipto, un trauma que aún perdura en la conciencia colectiva de la sociedad israelí actual. En 1974 la Comisión Agranat recomendó al Gobierno la depuración de los mayores responsables del fracaso, siendo relevados de sus cargos cuatro miembros de la Inteligencia militar, entre ellos su jefe Eliyahu Zeira. También fue apartado de sus funciones en la jefatura del Estado Mayor el teniente general David Elazar.

En cuanto a Moshe Dayan, la Comisión no pidió su cese por falta de atribuciones legales, ya que el ministro de Defensa sólo podía ventilar sus responsabilidades políticas frente a la Knesset o Parlamento, y por tanto Dayan permaneció inmune al control de un órgano administrativo como era la Comisión Agranat. Y no hubo tiempo para la rendición de cuentas parlamentaria porque el 3 de junio de ese año Shimon Peres reemplazó a Dayan en la cartera de Defensa en el nuevo Gobierno formado por Yitzhak Rabin. En su libro Dayan carga las culpas en el debe de los mandos militares nombrados por…él mismo, aunque, eso sí, de forma un tanto impersonal también se hace eco del clamor de la opinión pública sobre la miopía política, la negligencia y la vergonzosa autosatisfacción de la clase dirigente del país.

¿Qué sentido, más allá del puro conocimiento intrínseco del personaje, puede tener la lectura de la autobiografía de un hombre, como Dayan, desaparecido hace más de treinta años, y, junto a él, cómo justificar la mirada puesta en una realidad del pasado que en estos momentos sólo sería ya una pieza de archivo para los especialistas? Quizás ninguno, pero tampoco conviene engañarse sobre la perduración de algunos conflictos del Oriente Medio y de sus posibles secuelas a este otro lado –el occidental- de la cuenca mediterránea, cuya lejanía, física y sentimental, del teatro de operaciones de los protagonistas directamente implicados es menor de lo que frecuentemente se piensa. La huella de la Guerra del Yom Kippur es un elemento esencial de la realidad permanente de Israel y de toda la región que ha llegado hasta nosotros en un mundo en el que los problemas se globalizan. En el libro de Dayan figura (págs. 665 y 666) éste párrafo estremecedor: “Creo que la extensión de la potencia militar de Israel ha alcanzado virtualmente sus límites cuantitativos. Será difícil que siga adelante y amplíe su ejército, adquiriendo muchos más aviones y tanques a inmenso coste, con su creciente sofisticación, y reteniendo a los jóvenes en el servicio militar, al tiempo que pretende cumplir sus objetivos civiles constructivos de desarrollo social y económico, integrando a los nuevos inmigrantes, colonizando la tierra, creando nuevas industrias y ampliando los servicios de educación y sanidad.

Por lo tanto, el sistema por el que Israel debe asegurar el equilibrio de fuerzas respecto al mundo árabe, cuyo potencial crece con extraordinaria rapidez, consiste en mejorar la calidad de sus armas, una calidad que debe garantizar la destrucción de sus atacantes, en el caso de que se produjera algún intento árabe de aniquilar a Israel”.

La del Yom Kippur fue la última de las guerras convencionales de Israel. Durante los cuarenta años transcurridos desde entonces, Israel ha predominado en la región mediante los tratados de paz firmados con sus antiguos enemigos egipcios y jordanos, mientras que el desarrollo de su tecnología bélica ha dejado el peligro existencial que le amenazó en sus primeros pasos desde el lado palestino en una rebelión controlable y de mediana intensidad para el Estado israelí, una situación de cierta tranquilidad a la que asimismo han ayudado otros factores, como su desconexión unilateral de Gaza, la separación con muros y vallas de su territorio frente a Cisjordania, y las expeditivas operaciones de Israel durante los últimos años en El Líbano contra los chiíes de Hezbolláh y en la propia Franja de Gaza contra las milicias terroristas de Hamás. Como deseaba Dayan, la potencia militar de Israel le ha permitido desarrollar sus fuerzas sociales y auparse a una cumbre insospechada el día de su nacimiento internacional en todo lo que se relaciona con su capacidad económica y cultural. Pero la realidad surgida después del Yom Kippur de 1973 ha llegado hoy irreversiblemente a su fin, y nuevas amenazas se ciernen sobre Israel rompiendo todos los equilibrios (o desequilibrios a su favor, según se mire) tejidos pacientemente en los últimos decenios.

La desintegración del Estado sirio y el advenimiento al poder de los Hermanos Musulmanes en Egipto, las nuevas ambiciones de Turquía… son los rastros que están dejando los nuevos actores y las nuevas fuerzas históricas que emergen en la zona. Y, sobre todo, Irán. Un Irán que Dayan no pudo imaginarse como un enemigo feroz de Israel cuando estaba en manos de la dictadura del Sha y de la familia de los Pahlavi.

Vuelvo, para terminar, a la autobiografía de Dayan. En sus páginas –ya se ha dicho- no se habla de ciertas cosas. De forma elocuente, el libro guarda un silencio sepulcral sobre la capacidad nuclear de Israel, nunca oficialmente reconocida y adquirida precisamente durante la égida militar del autor. Y no sólo eso: el silencio oficial de Israel sobre sus ojivas nucleares está en la tradición más genuina de Dayan, en esa estrategia de que todo el mundo lo sepa sin decírselo a nadie conocida con una metáfora del propio Dayan: la bomba en el sótano.

El Irán de los ayatolás ha conseguido destruir el status quo imperante y restablecer a su favor el desequilibrio perdido por el mundo islámico en sus relaciones con Israel, amenazando de paso a sus vecinos saudíes, entre otros posibles afectados. Irán está a punto de completar su carrera nuclear y no parece que albergue la mejor de las intenciones hacia la entidad sionista. Este verano está siendo en Israel una temporada de estío bastante especial, en la que se han agotado las existencias de máscaras contra la guerra química y bacteriológica, y se ha ensayado un sistema de alertas de telefonía móvil para la protección de los civiles en el supuesto, que ya nadie tacha de improbable, de un ataque israelí contra las centrifugadoras de uranio y las fábricas de agua pesada instaladas bajo tierra por los iraníes en el complejo multipolar que pivota alrededor de los centros operativos de Natanz y Fordo. Israel no puede cerrar los ojos ante un peligro real que amenaza su supervivencia. El problema es que la información militar, y ante una emergencia originada por un peligro nuclear mucho más, no es un bien que los gobiernos quieran (o incluso puedan) compartir con la sociedad. Más allá de la confianza legítima que se pueda depositar en los dirigentes de la nación, el control democrático de sus decisiones siempre es un control a posteriori. Las críticas a la miopía, negligencia y autosatisfacción de la elite dirigente israelí en las vísperas de la Guerra del Yom Kippur sólo fueron posibles cuando todo hubo terminado. Los aciertos y desaciertos en la estrategia de seguridad nacional nunca están al alcance del público hasta que se consuman sus resultados. Mientras tanto abundan las intoxicaciones del Gobierno, la desinformación de una ciudadanía que suele ser tratada como un pelele y surge igualmente la tentación del aventurerismo político y militar.

Israel es un Estado profundamente democrático, sus medios de comunicación suelen demostrar su profesionalidad y a menudo son muy críticos con el Gobierno, y además la mayoría de sus ciudadanos no se desentiende de los asuntos públicos. Pero la tragedia política de Israel es que las exigencias de su seguridad nacional fungen como un cortafuegos de la transparencia democrática que permite la actuación fuera de control de algunas figuras tenebrosas. Y los miembros del Gobierno actual no se distinguen precisamente por su ingenuidad. Tampoco, en mi opinión, por su talento.

En esta hora tan difícil para su seguridad Israel está en manos de un premier –Benjamín Netanyahu- que ha entregado el poder económico del país a diez grandes familias; que no ha querido avanzar un milímetro en las negociaciones de paz con la siempre difícil Autoridad Palestina; que ha estado muy lento de reflejos ante la eclosión democrática en los estados árabes vecinos; y que no ha podido limitar el poder de los colonos y de los partidos religiosos de Israel. Y ahora en el reloj de Irán está a punto de sonar la última campanada. Desgraciadamente para Netanyahu, él tiene poco que ver con Moshe Dayan. Pero a la sociedad israelí, a los mejores de sus miembros, que son muchos, no les faltan la prudencia, la determinación y los reflejos. Ojalá Israel se imponga a todas las adversidades y encuentre el espíritu y el arrojo del Dayan del 48 o del 67, y le dé la espalda al engreimiento del Dayan del terrible octubre de 1973. Y, sobre todos ellos, ojalá imite si tiene la ocasión al mejor Moshe Dayan, al hombre capaz de negociar con el peor enemigo de su pueblo. Al militar que también decidió en alguna ocasión memorable no abrir de manera imprudente el libro de la guerra.