EL PAÍS

Ya tenemos más que suficiente con la politización de la rivalidad Barça-Madrid, pero estamos acostumbrados. Es parte del folclore nacional y no hay nada qué hacer a estas alturas. Pero que entre en juego, como ocurrió esta semana, el conflicto palestino-israelí… ¡Qué agobio! Terrible sería que esto actuase como precedente y, de repente, los oportunistas que participan en este y otros de los conflictos absurdos que humillan a la especie cojan la costumbre de utilizar el fútbol como terreno para librar sus batallas propagandísticas.

Si nos descuidásemos, esto podría ir a más. A algún imán yemení se le ocurrirá declarar una fatua contra el Tottenham por ser un equipo asociado con los judíos o Irán declarará una guerra religiosa contra el Manchester United debido a que sus dueños son ciudadanos del Gran Satanás, Estados Unidos. Israel, entonces, podría entrar a la carga con una campaña contra el Manchester City o el París Saint-Germain por tener dueños árabes, cuyo prejuicio antisemita se manifiesta en la ausencia de jugadores judíos en sus plantillas. Y después, ¿qué? China-Japón y su pleito por unas islas —¿mandarán emisarios de Shanghái a Old Trafford a lanzar cánticos obscenos contra el nuevo jugador japonés del United? O quizá algún energúmeno de la derecha nacionalista inglesa exija la expulsión de los jugadores argentinos de la Premier, por lo de las Malvinas, o la de los españoles, por Gibraltar?

Sí, fue un mal precedente el del delegado palestino en España, esta semana, cuando se inventó un lío por la anunciada presencia de un exsoldado israelí en el Camp Nou para el partido entre el Barça y el Madrid la semana que viene. El tema ya estaba zanjado. Gilad Shalit fue liberado en octubre de 2011 tras pasar cinco años en manos del movimiento palestino Hamás. A cambio, los israelíes liberaron a más de 1.000 presos palestinos. Shalit nació donde nació, le tocó lo que le tocó y sufrió por ello. Uno de los consuelos que le ofrece la vida, como a tantos de nosotros, es el fútbol. Resulta que es aficionado del Barça. Sus años de cautiverio le impidieron disfrutar de la mejor época que ha vivido su club en toda la historia. Dejen en paz al pobre tipo. Que se dé el gusto de ver a Messi y compañía.

Pero no. El delegado palestino tuvo que asomar la cabeza; tuvo que demostrar que ahí estaba, firme, al pie del cañón; tuvo que denunciar el “trato de favor” no a Benjamín Netanyahu o su grotesco canciller Avigdor Lieberman, que sí chorrean sangre palestina por los poros, sino a un soldado con cara de mosquita muerta que tuvo la desgracia de haber sido incorporado un día al ejército, como corresponde por ley en Israel a un muchacho de su edad. Olvidándose convenientemente de que el año pasado el Barcelona había invitado al Camp Nou a Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina, el delegado palestino fue incapaz de dejar pasar la oportunidad de demostrar a sus jefes que permanecía atento a lo que decidió presentar como otra ofensa más contra el pueblo palestino.

Con lo cual al Barcelona no le quedó otra que participar en el innoble juego y responder que sí, que vale, que mandaremos invitaciones también a un par de expresos palestinos. ¿Está bien? ¿Contentos? Sí, parece que sí. Pero que no se repita esto, por favor. Porque hoy le tocó al Barça, mañana le tocará al Madrid y pasado al United.

Que no se repita nunca. Que se vayan los mezquinos que lo quieren arruinar todo para los demás. Porque, salvo la peculiaridad, repetimos, de lo del Madrid-Barça (bastante inofensiva, a fin de cuentas), buena parte de la grandeza del fútbol es que rebasa fronteras y está por encima de los conflictos raciales, religiosos, políticos que asuelan al mundo. Es territorio neutral. Hay terroristas suicidas de la Brigada de los Mártires Al Aqsa palestina y hay judíos ortodoxos israelíes (me consta) que comparten afición por el United que en el fútbol podrían descubrir la posibilidad brevemente de suspender hostilidades y debatir un tema de interés mutuo. Durante la guerra de las Malvinas, los aficionados del Tottenham coreaban con especial fervor los nombres de sus dos jugadores argentinos, Osvaldo Ardiles y Ricardo Villa. Cuando Estados Unidos e Irán se enfrentaron en el Mundial de 1998, ambos equipos se comportaron con ejemplar deportividad. Nadie ha condenado al Arsenal porque en su día Osama bin Laden iba a ver partidos en el estadio de Highbury.

Que el fútbol siga así: un refugio, con todo el ruido e indignación que genera, contra los comportamientos más vergonzosos del ser humano. Por favor.