ALFREDO SEMPRÚN/LA RAZÓN

El martes pasado, hacia la medianoche, cuatro cazabombarderos israelíes dejaron en ruinas una fábrica de armamento sudanesa al norte de Jartum. Dada la distancia –1.800 kilómetros–, es probable que los aviones de la IAF tuvieran que hacer dos reabastecimientos en vuelo, con todo el lío de señales radioléctricas y electrónicas que implica el asunto. Sudán, pese a llevar en guerra más de treinta años, nunca ha destacado por la excelencia de su defensa aérea. Quien esto escribe, se adentró hace muchos años en un monomotor «Caravan» más de 300 kilómetros desde la frontera de Kenia para acompañar al obispo Paride Taban, que en paz descanse.

Rugía la batalla contra los cristianos del sur, hoy independientes, y le preguntamos a nuestro piloto, que era un sudafricano blanco, por la posibilidad de que intervinieran los cazas del norte y nos dieran un susto. El tipo, veterano tanquista en la guerra de Angola, se sonrió: «Ningún problema. No tienen repuestos, pilotos, ni gasolina». Ahora, parece que se han comprado algunos Mig-29 de última generación, pero con pilotos rusos. Al menos, de esta nacionalidad era el último que se mató en combate sobre Darfur.

Pero si los sudaneses están a la cuarta pregunta, no les pasa lo mismo a Egipto y a Arabia Saudí, cuyas defensas antiaéreas se las han puesto a punto los americanos. Como la ruta de ataque obliga a sobrevolar el espacio aéreo de cualquiera de los dos países, habrá que colegir ciertas complicidades. El presidente de Sudán, un tal Omar al-Bashir, que está reclamado por el Tribunal Penal Internacional por genocida, pero al que los chinos reciben con alfombra roja para que firme acuerdos petroleros, ha acusado directamente a Arabia Saudí, afirmando que los aviones israelíes procedían del oeste del Mar Rojo y se retiraron por la misma ruta. Es del todo plausible. En los medios militares se sospecha que la fábrica bombardeada había comenzado a ensamblar misiles de medio alcance de origen iraní para enviarlos a Hamas, en la franja de Gaza. Hace cinco años, la aviación de Israel destruyó al norte de Sudán un largo convoy de camiones que transportaba armas para los palestinos. Se entiende, pues, el interés de Tel Aviv en el asunto, pero hay otra explicación de mayor enjundia: una advertencia a Irán de que sus instalaciones nucleares están al alcance de la aviación judía y, lo más significativo, de que el Gobierno saudí les pondría pocas pegas a la hora de utilizar su espacio aéreo. En efecto, la central subterránea de Fordo, donde se cree que Irán lleva a cabo la parte principal de su esfuerzo atómico, está a «sólo» 1.600 kilómetros de Israel.

El marco estratégico general es la guerra abierta que mantienen las dos grandes corrientes del islam –suní y chií–, lideradas por los saudíes y los iraníes, respectivamente. Y las implicaciones políticas inmediatas son los cambios de alianza de los actores secundarios, como es el caso de los palestinos de Hamas. Hasta ahora, su principal apoyo venía de los gobiernos chiíes de Siria e Irán, pero dado el negro panorama ventean nuevas opciones. Al fin y al cabo, los chicos de Hamas,además de terroristas también son de confesión suní. Para Israel, a simple vista, es mucho mejor que la tutela de los palestinos la ejerzan Qatar y los saudíes, que están forrados de pasta y tienen que mantener un buen tono con Estados Unidos y la Unión Europea, con la esperanza de que, a base de ayuda financiera, los palestinos se avengan a negociar de una vez los mínimos de coexistencia. En este contexto hay que situar la reciente visita del emir de Qatar a Gaza que, de hecho, ha roto el bloqueo israelí a la franja.

Pero no deja de tener sus riesgos. Neutralizado Irak, eliminados los dictadores laicistas de Túnez, Libia y Egipto; y una vez derrotados los regímenes de Damasco y Teherán, el panorama que se vislumbra es el de un gran frente suní, muy islamizado y con las fuentes de financiación de Qatar y Arabia Saudí a pleno rendimiento. La cosa se pone interesante.