JANA BERIS/LA RAZÓN.ES

Ashkelon, 20 de noviembre.- «Esto fue cerca», exclama Dalia, una enfermera en el hospital Barzilai de la ciudad sureña israelí de Ashkelon, al oír un estallido segundos después de la alarma. Se lleva una mano a la boca y otra al pecho y, cuando nota que la observamos, comenta: «Esto no es nuevo… Lo vivimos hace años, pero debo reconocer que no logro acostumbrarme. El sobresalto es constante». A la entrada de la sala de emergencia hay movimiento, con la diferencia que se molesta en llegar solamente la gente que siente que no tiene más remedio.

Es que el camino mismo hasta el hospital puede ser peligroso por los constantes disparos de misiles desde la franja de Gaza hacia Ashkelon, que no dejan por cierto al «Barzilai» fuera del alcance. Bar, de 13 años, tiene una pierna enyesada. «Me fracturé corriendo al refugio al oír la alarma», dice encogiéndose de hombros.

Se acerca a la salida con su madre, comentando que le da miedo estar fuera si suena la alarma. Dan dos pasos y la sirena vuelve a indicar que otro misil está en camino a Ashkelon. La madre de la jovencita respira aliviada. «Suerte que ocurre cuando aún podíamos resguardarnos». Piensa un segundo, con el rostro serio, y señalando a su hija con las muletas se pregunta retóricamente: «¿Y qué hacemos si hay otra? Así no podemos correr».

Dado que la construcción de las instalaciones fortificadas para el hospital aún no ha terminado, la dirección decidió trasladar al piso subterráneo a todos los pacientes con dificultades para movilizarse, como los de diálisis, los niños y los oncológicos. «Es inconcebible, no es normal que un hospital se haya convertido en blanco de misiles», comenta el doctor Pablo Boksemboim, director de la Unidad de Internación Ambulatoria y el Servicio de Anestesiología, quien no logra comprender la situación en la que está envuelta la ciudad a la que llega de Nes Tziona todos los días a trabajar.

«El viaje del hospital a mi casa, que dura media hora, me llevó el otro día más de dos, por todas las veces que tuve que detener el vehículo porque había alarmas y debía correr a buscar refugio», explica con un comprensible gesto amargo. Admite que siente miedo cada vez que le sucede. « No sería natural no sentirlo… y más que nada sabiendo que no siempre uno tiene tiempo de encontrar un lugar donde resguardarse, ya que a veces lo único que puedes hacer es tirarte al suelo, cubrirte la cabeza con las manos y esperar que el misil no te caiga encima».