ÁLVARO DEL RÍO/LA RAZÓN.ES

Es una de las figuras más notorias y polémicas de las letras francesas. Por su don literario pero también por la controversia y escándalo generados por su confeso antisemitismo, sin duda una de las más glosadas. Sin embargo, de Louis-Ferdinand Céline todavía quedan muchos rincones por explorar. Sombras que despejar. De su huida de Francia en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y con el régimen de Vichy en declive, parecían conocerse todos los detalles. O casi todos. Pues acaba de publicarse que durante su periplo en busca de refugio, primero en Alemania y posteriormente en Dinamarca, Céline trató de buscar cobijo en Suiza pero también en la España de Franco. Fue su mujer, Lucette Destouches, quien le incitó a iniciar los trámites y a entrar en contacto con las autoridades españolas a través de su amigo Antonio Zuloaga, entonces agregado cultural de la Embajada española en París. Los pormenores se relatan en unos documentos de los Archivos generales que el Ministerio de Asuntos Exteriores español acaba de desempolvar, tal como recoge la revista trimestral gala «Histoires Litteraires» en el último número de la publicación.

Giro antisemita

Al parecer, el caudillo dio su visto bueno para otorgar el asilo al autor del celebrado «Viaje al fin la noche» (1932) de un humanismo anti-bélico que en nada podía dejar presagiar el giro antisemita que tomaría apenas un lustro más tarde. Al final, Céline no llegó a cruzar los Pirineos. Sus ambiciones se vieron frustradas por las advertencias de la Francia presidida entonces por Vincent Auriol a las autoridades españolas y la amenaza de un deterioro de las relaciones diplomáticas entre ambos países.

Finalmente, Céline permaneció en Dinamarca, a donde había acudido en busca de su oro. Los lingotes en que había convertido sus derechos de autor y confiado a una amiga poco antes en Berlín. Durante su periodo danés, cumplió un año y medio de cárcel, denunciado por presencia ilegal en el país, y el resto de su estancia en un tugurio del mar Báltico mientras se resolvía su extradición. Perseguido por traición por sus posiciones pro-Vichy durante la ocupación y su obsesión anti-judía, Céline fue juzgado en rebeldía, en su ausencia, y condenado en París por colaboración a un año de prisión –que ya cumplió en Dinamarca–, a una multa de 50.000 francos y a la «indignidad nacional», una suerte de escarnio público que le amputaba toda una serie de derechos civiles, como el de votar. Además de confiscarle la mitad de todos sus bienes presentes y futuros. Si el antisemitismo podía constituir un delito condenable, no estaba castigado con la pena capital, como sí lo estaba la traición a la nación o la colaboración con el enemigo. Céline escapó a la guillotina y en 1951 consiguió regresar a Francia, amnistiado pero sin ningún honor. Por la puerta de atrás, gracias a la argucia de su abogado que tramitó su expediente como «inválido de guerra» –Céline se enroló entre 1914-1918– con su apellido de nacimiento, Destouches.

¿Cómo esta gloria literaria cayó en el antisemitismo? Ésa es la pregunta a la que se sigue buscando respuestas y explicaciones. Francia todavía no perdona sus tres panfletos anti-judíos: «Bagatelles pour un massacre» (1937), «L’École des cadavres» (1938) y «Les Beaux Draps» (1941). Un libro «abominablemente antisemita», se jactaba el propio autor en una carta al doctor W. Strauss, en la que se presentaba, de paso, como «el enemigo número 1 de los judíos». La correspondencia de aquella época atestigua el vuelco intelectual del escritor, que acabó sus días ejerciendo de médico a las afueras de París.

Un giro al que contribuyó la mala acogida de su libro «Muerte a crédito» (1936), la victoria del Frente Popular –con Leon Blum a la cabeza, primer jefe de Gobierno judío– y su viaje a la antigua Unión Soviética, contra la que arremetió en su obra «Mea culpa», condenando sin reparos el régimen comunista. Además, los discursos antisemitas de su padre y una infancia marcada por el «Caso Dreyfus» también habrían dejado su huella.