ALEJANDRA AGUDO/ EL PAÍS

Abdol-Karim Lahidji nació en enero de 1940 en Teherán. Pero reside en Francia desde que en 1982 tuvo que huir de Irán. La persecución a la que se vio sometido por parte de las autoridades de su país le empujaron a la clandestinidad y el exilio. Su delito: defender los derechos humanos y reclamar democracia. Lo ha hecho desde que estudiaba Derecho en la universidad de la capital iraní en los años cincuenta. Más de medio siglo después, todavía muestra entusiasmo en su discurso cuando pide libertad de expresión y justicia. Sus gestos y su tono de voz son, sin embargo, serenos mientras recuerda episodios amargos de su vida y la historia de su país.

“Siempre hay esperanza”, dice Lahidji. El activista, que preside la Liga Iraní para la Defensa de los Derechos Humanos (LDDHI, en sus siglas en inglés), cree que “una democracia real” —expresión que salpica la conversación— es posible en su país, aunque puntualiza que “en los últimos años la situación es insostenible”. Prueba de ello es el motivo que ha llevado al abogado a Estrasburgo (Francia): recoger el Premio Sájarov a la libertad de conciencia que otorga el Parlamento Europeo. La mujer galardonada que lo debía recibir, su colega de profesión Nasrin Sotoudeh, está encarcelada por defender a presos políticos en Irán.

“El pueblo se encuentra encerrado, bajo una dura represión”, recalca. Lahidji sufrió su propia persecución en los ochenta. “Mi vida estaba en riesgo: asaltaron mi oficina y mi casa”, recuerda. “Me arrestaron, me confiscaron todas mis propiedades”, explica. Padre de tres hijos —dos varones, de 47 y 18 años, y una mujer de 42—, el activista, que muestra una calma impropia del duro relato, sube el tono de indignación al recordar la presión que sufrió su familia tras su huida. “Mi hijo, que tenía 15 años, fue arrestado en el metro. Recibió 20 latigazos acusado de mentir y le liberaron tres días después. Querían que les dijera dónde estaba yo, pero la verdad es que el pobre no lo sabía”. Ahora todos, también su actual esposa y madre de su tercer hijo, viven en París.

Concentrado en sus palabras, no presta atención al zumo de naranja que ha pedido. Lo deja intacto sobre la mesa al término de la entrevista. Aprovecha cada uno de los 20 minutos de conversación para pedir respeto a los derechos humanos, libertad de expresión y democracia en Irán. “Esta ha sido mi motivación en los últimos años”, justifica.

La actividad diaria de Lahidji desde Francia sigue, pese a los años transcurridos desde su exilio, íntimamente ligada a su país natal. La LDDHI, institución que preside, ha pedido “por primera vez”, subraya, a la ONU que haya observadores internacionales en las próximas elecciones en Irán. “Para que sean justas y libres. No queremos que se reproduzcan los acontecimientos de 2009”. Sabe que es difícil que el Gobierno acepte vigilancia externa, pero no ceja en su empeño de que no se repitan los arrestos —“cuatro años después, cientos de personas siguen en prisión”, recuerda— y los asesinatos posteriores a la cuestionada victoria de Mahmud Ahmadineyad. “Este premio, el Sájarov, es un reconocimiento a todo el pueblo iraní. Sus derechos fundamentales son vapuleados. No son libres en su vida cotidiana, especialmente las mujeres”, zanja.