Traducción: Becky Rubinstein.

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la lejana China, vivía un emperador llamado Ching Chin Shang. Él y su esposa, la emperatriz Shin Shin Shang, formaban una bondadosa y bella pareja, pero su retoño Cho Cho Shang era malvado y monstruosamente feo. Cho Cho Shang tenía nariz perruna, trompa porcina, frente estrecha como de mico y largas orejas parecidas a las del burro. Prácticamente carecía de cuello y su cabeza semejaba la de un muñeco de nieve.

Cuando Cho Cho Shang creció y vio en el espejo su repulsiva faz, se puso furioso. En lugar de ser bueno, noble de alma y sabio, valores más importantes que la belleza del cuerpo, se llenó de odio y envidia. ¿Qué hacer al respecto? Poco a poco la mente de Cho Cho Shang tramó un maléfico plan. En efecto, algo podría hacerse aunque no en vida de sus padres.

Finalmente murió el viejo emperador y poco después la emperatriz. Entonces Cho Cho Sang se convirtió en amo y señor de China.

El nuevo gabinete, según añeja costumbre, debía elegirse entre los más destacados mandarines de la corte. Pero Cho Cho Shang, en lugar de rodearse de los más nobles y sabios señores, eligió a los más viles de toda China.

Por tres días y tres noches el emperador y su gabinete se reunieron en secreto. Al cuarto día, el emperador decretó lo siguiente: