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EZRA SHABOT/CONTRACORRIENTE

Las discusiones con respecto a cuál reforma es la que debe impulsarse para darle continuidad al resto de aquellas que deben aprobarse en el periodo legislativo recién iniciado y en el del segundo semestre del año, tienen que ver con un problema de continuidad política, pero también de viabilidad económica para hacerlas efectivas en el corto plazo y garantizar su instrumentación inmediata una vez aprobadas por el Congreso. Todos los cambios a realizar giran en torno a la necesidad de que el Estado mexicano cuente con mayores recursos económicos, de manera tal que pueda sentar las bases para un desarrollo más dinámico e integral del país en su conjunto.

Por eso la necesidad de encontrar una fórmula que garantice que el manejo de la deuda pública de los estados sea transparente y ajustado a la normatividad, de manera que se pueda acabar con la discrecionalidad de gobernadores irresponsables y corruptos. Hablar de abrir la economía a la inversión privada, o intentar desbaratar estructuras monopólicas, así como pedir a la ciudadanía en general que pague más impuestos para impulsar el crecimiento, requiere de un compromiso efectivo por parte de la clase política mexicana para reducir sus privilegios, excesos y abusos del poder.

En las actuales condiciones, ni el empresariado, ni los grupos de poder monopólicos, ni la ciudadanía en general estarían en condiciones de realizar concesiones importantes a una clase política voraz y carente de voluntad de sujetarse a un Estado de derecho. Es por ello que además de la nueva Ley de Contabilidad Gubernamental ya aprobada, el asunto del control de las deudas estatales es el primer paso para armar el resto del paquete de reformas estructurales. Después de ello, el tema de telecomunicaciones: más allá de la complejidad que implica por los enormes intereses económicos que afecta, representa la posibilidad de un gran acuerdo entre el capital y el Estado no sólo en este asunto, sino en un rediseño del esquema de competencia económica a nivel nacional.

Primero, supervisar al gobierno en sus distintos niveles para después conseguir el apoyo de factores reales de poder económico en la búsqueda de un nuevo pacto que abra las puertas a la libre competencia, y con ello al aumento de la competitividad, para finalmente acceder a una reforma energética que rompa con trabas a la inversión privada en el sector y facilite en forma simultánea la instrumentación de una reforma hacendaria integral. El orden de esta difícil ruta hacia la transformación de la economía nacional tiene qué ver con la lógica política de la construcción de acuerdos parciales que vayan armando el puente que culmine con la posibilidad de un nuevo modelo político para México a partir del próximo año.

Por supuesto que el camino se encuentra lleno de obstáculos y minas que pueden hacer explotar el proyecto en su conjunto. Elecciones en los estados, decisiones de la autoridad electoral que terminen siendo atribuidas al gobierno priísta y sirvan de incentivo para reventar el proceso constructor de acuerdos, y las propias pugnas al interior de los partidos políticos son elementos suficiente para pensar que las posibilidades de concretar la ruta exitosamente no son hoy las mejores.

Si los incentivos para transformar la fisonomía del país van en sentido contrario a la necesidad misma de hacerlo, es momento para que desde las dirigencias de la clase política se mire más allá del inmediatismo y se pueda pensar en un nuevo pacto económico y político que cambie las formas de disputarse el poder, pero también la manera de hacer fluir inversiones y redistribuir ingreso en un país urgido de reducir la pobreza por la vía de la creación de empleos remunerativos. No se puede seguir responsabilizando al “sistema” de la imposibilidad de romper las inercias del pasado, hoy es un problema de voluntad política y visión de Estado. No valen excusas, ni depositar las responsabilidades en otros. Es ahora o nunca.