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MOISÉS NAÍM/EL TIEMPO.COM

¿En qué se parecen la crisis económica europea, la guerra civil en Siria y el calentamiento global? Nadie parece tener el poder para detenerlos. Esto se debe en parte al hecho de que los tres pertenecen a una peligrosa clase de retos que enfrenta el mundo: problemas que requieren la intervención de varios países que actúen concertadamente, ya que ninguna nación los puede resolver por sí sola. Además, estos problemas se complican debido a que la capacidad de los países para ponerse de acuerdo entre sí y actuar de manera concertada ha venido declinando.

Si bien los problemas se han vuelto globales, los acuerdos políticos para resolverlos siguen siendo locales. Es difícil que los gobiernos dediquen recursos a problemas más allá de sus fronteras y a trabajar con otras naciones para enfrentarlos, mientras los duros inconvenientes que afectan a sus propios ciudadanos siguen sin resolverse. El cambiante panorama de la política mundial también socava la capacidad de actuación de la comunidad internacional. A medida que el número y los intereses de quienes se sientan en las mesas donde se negocian los acuerdos internacionales han aumentado, los espacios para la concertación y la acción concertada han disminuido.

Potencias emergentes como los BRIC (Brasil, Rusia, India, China), otras nuevas coaliciones de países y actores no gubernamentales como fundaciones, iglesias, activistas sociales o sectores empresariales que antes solían ser ignorados ya no lo son. Múltiples nuevos actores han adquirido el poder para exigir que su voz sea oída y sus intereses estén representados en las negociaciones sobre la manera como el mundo intenta manejar sus problemas colectivos.

Inevitablemente, cuando todos estos intereses dispares y contradictorios se incorporan en las negociaciones, los arreglos resultantes reflejan el mínimo común denominador necesario para alcanzar un acuerdo. ¿Cuándo fue la última vez que un acuerdo con consecuencias concretas fue alcanzado por una gran mayoría de naciones? Hace 13 años, cuando en la ONU se acordaron los Objetivos de Desarrollo para el Milenio. Desde entonces, casi todas las cumbres internacionales han dado pocos resultados, notablemente los que intentan promover la liberalización del comercio o contener el calentamiento global.

Esta brecha entre la creciente necesidad de una acción internacional conjunta y la menor capacidad de las naciones para actuar coordinadamente es el déficit más peligroso del mundo.

En economía, cuando la demanda supera a la oferta los precios suben. En la geopolítica, la incapacidad de los países para satisfacer la demanda de soluciones a los problemas que trascienden las fronteras nacionales resulta en una peligrosa inestabilidad. Las crisis financieras o de salud pública que se propagan a gran velocidad a nivel internacional, la sobrepesca, la explotación de la selva tropical, los piratas que secuestran barcos frente a las costas de Somalia, la proliferación nuclear son solo unos pocos y muy conocidos ejemplos en la larga lista de problemas que se van a agravar si no hay más y mejor cooperación internacional.

¿Qué hacer? Hay muchas propuestas acerca de cómo ‘rediseñar’ la gobernanza internacional, reformar las instituciones existentes o crear nuevas. Tampoco faltan ideas para enfrentar los problemas globales. Lo que falta es el poder para llevar a cabo los cambios y poner en práctica las nuevas ideas. Este poder no va a resultar de cumbres de jefes de Estado, reuniones académicas o apasionados discursos. Un mejor manejo de los problemas globales solo ocurrirá cuando los ciudadanos empoderen a sus gobiernos para que se ocupen de problemas que aunque parezcan muy remotos, tarde o temprano acabarán por tener consecuencias muy concretas en todos los hogares, sin importar dónde estén. Hoy día todos somos vecinos –aunque un océano nos separe–.