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IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO

Primera parte: introducción a la Literatura Apocalíptica

Acabo de toparme con una publicación (en una red social) en donde se cita al último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis de Juan, señalando que “la Gran Ramera” de la que allí se habla es el moderno Estado de Israel. Se trata de una extravagante interpretación más o menos frecuente en círculos Protestantes Fundamentalistas de los Estados Unidos.

Esto me remitió a una realidad indiscutible: los textos apocalípticos generan una gran cantidad de especulaciones y comentarios, aunque la extraña realidad es que la gente conoce poco -o nada- sobre la verdadera investigación de estos fascinantes textos. En consecuencia, me propuse comenzar con una nueva serie de artículos respecto a un tema complejo, pero del cual no debería haber tantos misterios. Le parecerá extraño a muchos, pero la realidad es que la Literatura Apocalíptica está prácticamente descifrada.

No es un asunto fácil. Literalmente, hay que ir en contra de las expectativas morbosas y sensacionalistas de los amantes del Fin del Mundo, que justo en estos momentos pasan por un elevado éxtasis con el reciente nombramiento del 266avo Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Romana, el último según ciertas interpretaciones de ciertas profecías de un tal San Malaquías. Profecías inmersas, naturalmente, en un pensamiento pseudo-apocalíptico.

¿Qué hay de cierto en todo ello? ¿Realmente está predicho en esta colección de libros antiguos y misteriosos el modo en que tiene que “terminarse” el mundo? ¿O acaso existe una interpretación más racional -y, lamentablemente, menos sensacional- del contenido de estos extraños textos?

Empecemos por los datos fundamentales: los libros apocalípticos no abundan en la Biblia. Desde el punto de vista judío, la Biblia o Tanaj sólo contiene uno: el libro de Daniel. Desde el punto de vista cristiano (que incluye al Nuevo Testamento como parte de la Biblia), sólo hay otro más: el Apocalipsis de Juan, y acaso algunos pasajes aislados repartidos en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, así como en las epístolas de I y II Pedro y Judas. Podrían señalarse otros pasajes en I Corintios y en I y II Tesalonicenses, más o menos relacionados temáticamente, pero que no son estrictamente apocalípticos.

Sin embargo, la Literatura Apocalíptica es muy abundante. Existen una gran cantidad de libros que no fueron incluidos en la Biblia (suele llamárseles “apócrifos”, si bien el término es inexacto), y muchos de ellos los conocíamos gracias a copias tardías elaboradas por Iglesias cristianas orientales (principalmente por la Iglesia Copta, muy difundida en Egipto y Etiopía). Pero la mayor recuperación de textos apocalípticos vino con el descubrimiento de los Rollos del Mar Muerto, donde se recuperaron más de 900 manuscritos diferentes, todos ellos inmersos en la ideología apocalíptica, ya que fueron el patrimonio documental de una secta (seguramente parte del movimiento Esenio) sobre la cual no hay ninguna duda respecto a su perfil apocalíptico.

Entonces, uno de los temas que se tendrán que explicar es por qué muy pocos textos apocalípticos llegaron a los cánones oficiales de las Escrituras, tanto judías como cristianas. A la par, habrá que explicar también las características generales de los otros textos -la abrumadora mayoría-, toda vez que resultan prácticamente desconocidos para la mayoría de los lectores.

Todo esto nos tiene que ayudar a comprender cuál fue el objetivo original de este tipo de libros en el contexto del Judaísmo antiguo, y cómo este objetivo se transformó para adaptarse a la realidad de la Iglesia cristiana primitiva.

Para ello, comencemos por hacer algunas precisiones sobre este género literario. Y la primera precisión que hay que hacer es, justamente, esa: al hablar de Literatura Apocalíptica estamos hablando de un género literario.

Mucha gente tiene la idea simplista de que la Apocalíptica es como es -abigarrada y compleja- porque D-os así quiso revelar ciertos mensajes a ciertos profetas, y ni modo: no tuvieron más remedio que transmitir las cosas como las iban recibiendo, las entendieran o no.

El razonamiento para explicarlo y justificarlo es igualmente rudimentario: como son mensajes que tienen que ver con el Fin de los Tiempos, se remiten a una época futura muy lejana para aquellos profetas. Época que, por lógica, eran incapaces de entender (¿cómo explicarle a un profeta hebreo del siglo VI AEC, por ejemplo, qué es una bomba atómica, un avión o un helicóptero de guerra?). Por lo tanto, D-os usó el mejor lenguaje posible para una situación como esa: los símbolos. La consigna -deducida de lo que dice Daniel 12:9- es que dichos símbolos no se podrán descifrar sino hasta el Fin de los Tiempos. La consecuencia inevitable es que, durante siglos, cada generación de aficionados a la apocalíptica ha creído haber descifrado el contenido de estas profecías, convencidos de que había llegado el momento del Fin. Y, pese a ello, aquí seguimos.

Hay un error implícito en esta perspectiva: pasa por alto que la Apocalíptica es un género literario, y como tal, tiene un estilo bien definido, además de conceptos característicos fácilmente identificables. Y, acaso lo más importante de todo, que pertenece a una época concreta en la que surgió por razones específicas.

Es decir: los libros apocalípticos no son como son sólo porque a D-os se le ocurriera usar a los profetas para mandarnos mensajes extraños. Son como son por un conjunto de razones perfectamente humanas, perfectamente entendibles y perfectamente analizadas por los especialistas.

Entonces, ubiquémonos en el contexto adecuado: el Profetismo Hebreo. Desde la antigüedad, el Judaísmo identificó dos oficios religiosos contrastantes en todo sentido. En el extremo que podríamos definir como institucional, el Sacerdote (Kohen), representante del pueblo ante D-os, encargado de hacer funcionar una estructura hereditaria por la vía dinástica, cuyas actividades giraban en torno a un santuario (primero el Mishkán o Tabernáculo, y luego el Templo en Jerusalén). Por su naturaleza, se trataba de un oficio eminentemente ritual, practicado conforme a protocolos precisos que no daban espacio para la improvisación. En el otro extremo, el Profeta, representante de D-os ante el pueblo, encargado de transmitir los mensajes que recibía como revelación especial. Por antonomasia, los Profetas siempre fueron anti-institucionales, y a menudo resultaron feroces críticos de las convenciones sociales, especialmente si estas no se ajustaban a los preceptos de la Torá, o si fomentaban la desigualdad social y la injusticia. En resumen, el Sacerdote era alguien encargado de trabajar para que las instituciones funcionaran, mientras que el Profeta era el encargado de criticar esas mismas instituciones cuando no funcionaban. El primero deducía sus conocimientos de fórmulas, ritos y protocolos ya establecidos por la Torá; el segundo, de la revelación directa que recibía de D-os.

La diferencia más notable entre ambos oficios tenía que ver con su legitimidad. Dado que el Sacerdocio era un oficio que implicaba el ejercicio de poder, dicha legitimidad tenía que tener una base colectiva: sólo podía ser sacerdote quien fuese hijo, a su vez, de un sacerdote (y eso, con algunas restricciones). En cambio, el Profeta no requería de esa legitimación social para asumir y practicar su vocación. Su llamado era un asunto directamente ordenado por D-os, por lo que el Profeta -una vez convencido de lo que tenía que hacer- levantaba su voz y proclamaba su mensaje, sin importarle si la gente le creía o no, o incluso si lo legitimaban o no. De hecho, por su perfil altamente contestatario y crítico, el Profeta en general siempre fue un personaje incómodo en los sectores poderosos de la sociedad judía.

Entonces, si para ser Sacerdote se requería de ser parte del linaje sacerdotal, ¿qué se requería para ser Profeta? Simplemente, una revelación Divina en la cual se recibiera un mensaje que debía ser proclamado. Por ello, en el Judaísmo se considera Profeta a todo aquel que ha experimentado ese contacto directo con D-os. En consecuencia, se puede definir como Profetas a Adam, Noaj o Abraham, si bien hay dos personalidades que sobresalen en las páginas del Tanaj: Moshé, el mayor Profeta de todos por cuanto recibió la mayor revelación posible de todas: la Torá. Y Shmuel, porque con él inicia el Profetismo en lo que podríamos definir como su versión clásica: un personaje que constantemente está cuestionando al pueblo de Israel y sus dirigentes, incluso a costa de hacerse indeseable. Hay un detalle extra sobre Shmuel que llama poderosamente la atención: él era de familia sacerdotal, así que integró los dos oficios y por ello fue un parteaguas en la evolución del complejo oficio de Profeta.

Hemos mencionado que los Profetas fueron duros críticos del sistema. Por ello, no es de extrañar que el Profetismo clásico surgiera al mismo tiempo que el sistema monárquico antiguo. De hecho, fue el propio Shmuel quien ungió a Saúl y a David como reyes de Israel, y las páginas del Tanaj refieren la historia de las tensas relaciones que mantuvieron con el poder político mientras se mantuvieron las dos monarquías israelitas.

Entre todos ellos, destaca el profeta Eliyahu, justamente porque en el extremo contrario destaca la maldad del rey Ajab. Por ello, los relatos sobre Eliyahu son los más impresionantes y extremos: desde su angustia en medio de la cual D-os se le revela en un dulce soplo de aire, hasta la épica imagen del Profeta degollando a 400 profetas de Baal.

Hubo un momento en la historia del pueblo de Israel en que el oficio del Profeta dio un giro radical. La decadencia espiritual y moral que se generalizó primero en el Reino de Samaria, y luego en el de Judea, motivó a los Profetas a enfocar sus mensajes en la inevitable destrucción de ambos reinos si las cosas no se corregían. Samaria cayó ante el embate de Asiria en el año 722 AEC y Judea sufrió la misma suerte ante Babilonia en el año 587 AEC. Con ello, todas las predicciones de destrucción y catástrofe de los Profetas se cumplieron.

Pero estos no fueron solamente pájaros de mal agüero: durante el exilio, un nuevo mensaje vino a iluminar la vida de un pueblo despojado, y los anuncios de destrucción fueron sustituidos por los de restauración. La caída de Babilonia ante la expansión persa, y la llegada de Ciro el Grande al trono, trajo una nueva dinámica política y social, y el pueblo de Israel pudo reconstruirse como nación, refundando el Reino de Judea.

Sin embargo, esta restauración no fue completa: se logró la reintegración del pueblo en su patria ancestral, e incluso se obtuvo una plena autonomía religiosa, pero en el aspecto político no hubo cambios: Judea siguió siendo un estado vasallo del Imperio Aqueménida (también llamado Medo-Persa). Dicha condición de vasallaje se extendió durante casi 400 años más, y eso generó un gran debate respecto a la aceptación o rechazo de dicho estatus.

Sucede algo curioso: esta etapa -entre los siglos VI y II AEC- es de la que menos documentos se conservan. Sin embargo, podemos reconstruir parcialmente las grandes diatribas de ese momento, justamente gracias a la Literatura Apocalíptica.

El Imperio Aqueménida permitió la restauración de muchas naciones previamente destruidas por asirios y babilonios. Sin embargo, para conservarlas como vasallas, no permitió la restauración de sus linajes reales. En cambio, favoreció el ejercicio del poder político por parte de las Castas Sacerdotales. En consecuencia, los siglos VI al IV AEC se caracterizaron porque el liderazgo del pueblo de Israel estuvo, en todo sentido, en manos de los Sumos Sacerdotes.

En términos generales, fue una época estable. Dentro de lo que puede ser la relación entre un Imperio y un estado vasallo, el trato entre Persia y Judea fue cordial, y eso fortaleció la imagen de la Casta Sacerdotal ante los ojos del pueblo. En consecuencia, el Profetismo clásico fue desapareciendo poco a poco.

En cambio, lo que sabemos que apareció y se consolidó fue un Profetismo radical, anti-institucional aún en contra de un sistema político que funcionaba aceptablemente. La razón, según podemos deducir (y más adelante explicaremos por qué) debió ser que faltaba un elemento fundamental por restaurar: el Linaje de David como legítimo ocupante del Trono en Jerusalén, para gobernar al pueblo judío en plena independencia política y religiosa.

Esta es una de las etapas más interesantes en la evolución del pensamiento religioso judío, justamente porque hay pocos documentos de ese entonces. En contraparte, tenemos bastantes textos muy posteriores -de entre los siglos III AEC y I EC-, pero que reflejan sustratos más antiguos, y gracias a ellos se ha podido reconstruir un panorama bastante nítido -aunque podo detallado- de esos tiempos.

En el Tanaj tenemos porciones que pueden datarse en esta etapa: Hagai (Hageo), Zejariah (Zacarías), Malaji (Malaquías), Obadia (Abdías) y Yoel (Joel). Y, a gusto de la crítica especializada, los capítulos 40-66 de Isaías. Algunas de estas porciones (como los capítulos 9-14 de Zejariah) se acercan mucho al estilo apocalíptico, y son una buena muestra de las expectativas que se generaron en los ambientes que aspiraban a una plena restauración de la independencia de Judea.

Con esta información, sabemos que la postura del Judaísmo antiguo ante el Profetismo siguió dos rutas: la tendencia “moderada” (eventualmente recogida por los Fariseos y heredada al Judaísmo Rabínico) dio por sentado que la etapa de los Profetas -y con ellos, de las revelaciones especiales- había terminado. Lo que quedaba era el estudio de lo ya revelado. Pero hubo otro sector que se rehúso a admitir semejante idea, y fueron quienes generaron la Literatura Apocalíptica, bajo la premisa de que si bien era cierto que ya no había Profetas como los de antaño, D-os estaba revelando la “correcta interpretación” de sus profecías.

Entonces, el punto que nos interesa por el momento es este: fue a partir del siglo VI AEC que se sentaron las bases para un Profetismo radical, el cual generó la ideología directamente relacionada con la Literatura Apocalíptica, llegándose a la primera gran fase de consolidación hacia el siglo III. En la próxima nota vamos a comenzar allí: haciendo un recuento y descripción breve de los textos apocalípticos más representativos, para empezar a abordar los asuntos más interesantes e importantes del tema.