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JEAN MEYER

“Nunca olvidaré cómo marchamos hacia el féretro. De todas las calles circunvecinas una marea humana convergía hacia la plaza para descender enseguida en dirección a la casa donde estaba expuesto el cuerpo. Éramos ya decenas de miles de hombres apretados unos contra otros. La muchedumbre era tan densa (…) Era un espectáculo fantástico. Los hombres y las mujeres seguían llegando de todas partes, empujando a quienes los precedían, como si tuvieran prisa para alcanzar el cadáver del ídolo difunto. A su impulso, la multitud que descendía lentamente la cuesta se transformó, de golpe, en un terrible torrente humano…” 5 millones de personas desfilaron para ver al difunto Stalin. Yuri Evtushenko, el poeta, lloró como muchos. Hace unos días, millones desfilaron en Caracas para ver al difunto Hugo Chávez. Y lloraron.

Uno no puede dejar de recordar al idolatrado Stalin porque fue bajo su autoridad que Lenin fue embalsamado y la momia sigue, hasta la fecha, en su ataúd de cristal en la Plaza Roja. En aquel lejano entonces, los arqueólogos acababan de descubrir la momia del faraón Tut-Ank-Amón y de ahí surgió la idea de conservar “para la eternidad” el cuerpo mortal del inmortal Lenin. No faltó quien, en una idea de ciencia ficción, expresara que, algún día, la ciencia socialista podría resucitar al líder revolucionario… Luego embalsamaron a Stalin y a Mao, como nos lo recordó el ahora presidente interino de la república bolivariana, al anunciar que eso iban a hacer con El Comandante. Y a los siniestros dos primeros faraones de la dinastía de Corea del Norte. Flaco favor que le hacen al venezolano. La evocación del fatídico Mao nos recuerda que Hugo Chávez contó entre sus amigos algunos personajes algo discutibles: Muammar Gaddafi y Bashar el Asad no pudieron acompañarlo en sus funerales, pero sí vino Alexander Lukashenko, el sátrapa de Bielorrusia, con su principito heredero, y el iraní Ahmadineyad, y el poco respetable Daniel Ortega.

Pero estuvo el respetable Sean Penn: entiendo su amistosa relación con el teniente-coronel paracaidista. Siempre tuve, desde mis años mozos, una simpatía cierta para los jóvenes oficiales golpistas, esos young angry men, jóvenes enojados por la injusticia reinante: árabes como Nasser o el Gaddafi del principio, los barbudos de la Sierra Madre (no eran oficiales, pero no importa), tenientes franceses atrapados en la trágica guerra de Argelia y que tomaron en serio la Acción Social (los oficiales SAS.), peruanos que siguieron al general Velasco Alvarado, el modelo, por cierto, para Hugo Chávez…

Un periodista español escribe que “el funeral estuvo a la altura de los grandes mitos latinoamericanos como Eva Perón o el mexicano Lázaro Cárdenas”. No sintió la necesidad de decir que Evita era, es, argentina. Se equivoca al mencionar a nuestro general, el cual estuvo siempre a distancia sideral del culto de la personalidad que, consideraba él, era propio a los dictadores contemporáneos, Adolf Hitler y José Stalin “El Padrecito de los pueblos”. La familia del “Esfinge de Jiquilpan” no hubiera permitido un embalsamiento. Y eso que fue popular.

Transformar el héroe en momia releva de la operación política. Como cuando Stalin decidió momificar a un Lenin que no lo quería para nada. Fernando Molina, el periodista boliviano, acierta cuando pronostica que “como ya ocurrió antes con Lenin, Stalin, Mao, las referencias se harán más religiosas conforme se vaya necesitando que el nombre carismático, además de todo, muestre su capacidad de superar la barrera de la muerte.” Allá ellos, ellos los políticos. Mis condolencias a los venezolanos que votaron a favor de Hugo a fines de 2012, mi respeto a todos los venezolanos, para el ausente, el descanso eterno y que brille sobre él la luz para siempre.

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Profesor e investigador del CIDE

Fuente:eluniversalmas.com.mx