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Los atentados del Maratón de Boston revivieron los sentimientos que sobrecogieran al mundo entero aquel 11S, cuando el terrorismo visitó Manhattan, cambiando su silueta para siempre. Instalados cómodamente en el progreso y satisfechos con nuestra civilización occidental, no podíamos entender cómo unos cuantos radicales extremistas, ligados a las organizaciones islámicas Yihadistas de Al Qaeda, hubieran puesto de rodillas al país más poderoso de la tierra. Les acababa de declarar la guerra un enemigo poderoso al que la mayoría no reconocíamos, un enemigo con motivaciones extrañamente ajenas a la cultura progresista del nuevo siglo que apenas comenzaba. Un enemigo cuya magnitud no alcanzábamos a dimensionar, cuya amenaza sigue latente, y cuyas razones hemos de tratar de identificar para entender la naturaleza de este nuevo tipo de guerra y estar en condiciones de defendernos, conocer sus motivaciones ideológicas, creencias religiosas y pasiones que se suscitan, calcular nuestras debilidades y medir nuestras fuerzas.

Lo que sucedió aquel 11S puso en evidencia un nuevo modelo de enemigo a enfrentar, un parásito de los tiempos modernos convertido en huésped, cómodamente instalado en países como Estados Unidos, gozando además de los privilegios que ofrece el primer mundo: universidades públicas, clubes deportivos o centros de salud. Se trata de un enemigo existencial cuya principal motivación no es conseguir poder, bienestar o riqueza, sino destruir un modo de vida atentando contra todo lo que huela a civilización occidental.

Todo parece confirmar que el gobierno de Rusia había alertado al FBI sobre los nexos que Tamerlan, hermano mayor muerto durante la captura, tenía con una organización islámica radical de la región del Cáucaso. Si así fue, los motivos que llevaron a los hermanos Tsarneav a colocar las bombas en la meta del maratón de Boston, atentando contra vidas inocentes, serían los mismos que suscitaron los ataques de Al Qaeda cuando daba sus primeros coletazos desde las cuevas del Hindu Kush, autorizando el asesinato de cualquier ciudadano norteamericano en las embajadas del este de África. Se trata de un adversario con una visión de humanidad muy diferente a la nuestra, con una clara determinación de morir por sus ideas, incluso con entusiasmo, si con ello se acelera la llegada de un futuro visualizado por el Islam.

Resulta difícil para una sociedad como la nuestra, que en el mejor de los casos ha relegado el valor de la religión a segundo plano, que desconoce sus raíces cristianas desdeñando su identidad, percibir la verdadera amenaza del Yihadismo y el peligro de la guerra santa. Rafael L. Bardají, director de Política Internacional de la Fundación FAES, comenta que “Una sociedad como la nuestra, la europea post moderna, plácidamente asentada en la cultura de la muerte asistida, la eutanasia y el aborto, se niega a entender que unos radicales y extremistas puedan valorar más su propia muerte -si mueren matando, eso sí-, que nuestra propia vida” (Occidente en guerra contra el Yihadismo, de George Weigel).

Resulta irónico que hoy, cuando nuestra civilización se encuentra amenazada por el peligro real y existente de un islamismo radical, un nuevo ateísmo desprecie con desdén nuestra cultura de raíces cristianas. Un occidente que desprecia los principios religiosos, en donde la decencia y el orden se traducen en términos caducos, renunciando a vivir bajo un horizonte moral fincado en la responsabilidad, más que en la búsqueda de satisfacciones personales, será presa fácil de quienes están determinados a dar la vida por sus convicciones.

En este escenario, el concepto que se tenga de Dios y la manera como lo perciban aún quienes no creen en Él tiene mucho que ver con la manera en que cada quien visualice una sociedad más justa, y cómo justifique los medios para alcanzarla. Lo que los demás piensen de Dios, de cuáles son sus designios para el hombre, cuáles sus creencias y obligaciones, es indispensable para entender su comportamiento. “Un occidente que pierde la capacidad de pensar en términos de ‘Dios’, y ‘Satán’, y que olvida la riqueza del concepto de ‘redención’, es un occidente incapaz de conocer la fuente de energía e inspiración de sus enemigos, los que nos mostraron su mano sangrienta el 11S del 2001” (Ibídem).

Las ideas han tenido consecuencias importantes en el despliegue de la historia. El verdadero progreso no depende de la riqueza o adelantos tecnológicos, sino de la nobleza de las aspiraciones espirituales traducidas en congruencia de vida.

Fuente: El Reforma