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ARNOLDO KRAUS

A Arthur Koestler le gustaba afirmar que el cerebro humano constaba de dos porciones, una pequeña racional y ética, y una enorme, cobijo de agresiones, bestial e irracional. Koestler, hasta donde sé, no realizó ningún tipo de estudio, anatómico, estadístico, médico o sociológico para sustentar sus afirmaciones. No lo hizo, pero tiene razón: basta observar el mundo para aceptar su tesis.

Para quienes sostienen que principios como ética, justicia, igualdad, felicidad y libertad son prioritarios, el peso del conocimiento, en cualquiera de sus formas, vacunas, teléfonos celulares, ingeniería genética y cohetes espaciales pierde valor ante la barbarie de la especie humana: bombas de napalm y drones también son conocimiento. Paliar esos sinsabores, y aminorar las diferencias, es lid de quienes siguen considerando a la ética y a la justicia como pilares imprescindibles de la condición humana.

Modificar el cerebro humano y dotarlo de ética es imposible. En cambio, atenuar las acciones negativas emanadas del “cerebro amoral” quizá sea factible. Dos conceptos, justicia transicional y disrupción institucional, intentan cambiar el maltrecho mapamundi engendrado y guiado por quienes detentan el poder. Ambos conceptos han ocupado recientemente espacios en los medios de comunicación.

La justicia transicional es un concepto que se ha ido construyendo en los últimos 15 años. El Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ, siglas en inglés), afincado en Estados Unidos, trabaja en 30 países (México no está en la lista). La justicia transicional “es el conjunto de medidas judiciales y políticas que diversos países han utilizado como reparación por las violaciones masivas de los derechos humanos. Entre ellas figuran las acciones penales, las comisiones de la verdad y los programas de reparación”. La justicia transicional busca remediar y prevenir las violaciones de los derechos humanos. Aunque la justicia transicional no es una forma de justicia light, como lo explica Diego García Sayán, presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, su función y éxito depende de la voluntad de cambio de los Estados que utilizaron, y utilizan, la violación de los derechos humanos como brazo político. Son incontables los gobiernos violadores de derechos humanos y magros los resultados: Argentina, Chile, Guatemala, Kosovo, Ruanda, Darfur, Siria, y, como siempre, un muy largo etcétera son ejemplos de Estados depredadores, unos en el pasado, otros en activo.

Los fines de la justicia transicional son loables: buscar la rendición de cuentas de los gobiernos, reparar el daño a las víctimas, reconocer los derechos de las víctimas y exigir que los Estados reformen sus instituciones para no repetir errores. Llevar a cabo esos propósitos es (casi) imposible. Son contados los políticos violadores de los derechos humanos sujetos a juicio y menos aún los condenados o encarcelados. De cualquier forma, en un mundo yermo de justicia, invenciones como la justicia transicional son bienvenidas; condenar a tantos como se pueda (especie de “mal menor”) es mejor que no condenar a nadie (certeza de “mal mayor”).

Hace algunos días, durante la celebración de la conferencia anual de la Fundación Bill y Melinda Gates, se abordó el tema de la “disrupción positiva”. En síntesis, la pareja de filántropos y su equipo consideran adecuado promover cambios en las instituciones tradicionales que detentan y ejercen el Poder de acuerdo con su ideario. Cuestionar al poder y provocar disrupción desafiando sus estructuras y principios básicos es fuente para generar cambios a favor de la mayoría y romper la pesada carga de la inercia; no huelga subrayar que quienes detentan poder, llámese Iglesia, Estado o banqueros, buscan mantener a toda costa la inercia. Algunos ejemplos.

La Iglesia, contumaz en incontables áreas, es líder en la campaña en favor de la propagación del virus de la inmunodeficiencia humana; su reticencia en contra del uso del condón debería ser uno de los blancos de la disrupción (considero innecesario el apellido positivo cuando se trata de rupturas, aunque bruscas, en favor de cambios favorables). Otros ejemplos de disrupción: impedir la castración femenina en países musulmanes, distribuir píldoras anticonceptivas, abiertamente o en secreto, a judías ortodoxas con tal de disminuir su índice de natalidad y cuestionar a Obama por no haber cerrado, tal y como lo prometió, el infierno de Guantánamo.

Aunque la justicia transicional y la disrupción abarcan campos diferentes y sus entrecruzamientos parecería escasos, ambas iniciativas procuran mejorar la situación del mapamundi humano, tanto a nivel personal como macro. En un mundo donde ética y justicia perviven mal, y con dificultad, esas iniciativas son bienvenidas; fortalecer ética y justicia es obligado.

Seguramente Koestler -aunque en el futuro las nuevas resonancias magnéticas no logren diferenciar cual es la porción cerebral pequeña donde se incuban ética y razón, a diferencia de la gran porción cerebral ocupada por maldad y sinrazón- se congratularía con la justicia transicional y la disrupción. ¿Quién, desde la justicia y la ética, no aprueba rupturas bruscas con tal de mejorar el mapmundi humano y terráqueo?