Una-historia-de-amor-y-oscuridad-

AMOS OZ

Fragmentos

“Una historia de amor y oscuridad” es una monumental obra literaria publicada en el 2002. La trama comprende los orígenes de la familia del escritor, la historia de su infancia y juventud, la trágica existencia de sus padres, una descripción épica de la Jerusalén y de Tel Aviv de aquellos años. La narración abarca más de cien años de historia familiar; una saga de relaciones de amor y odio hacia Europa, que tiene como protagonistas a cuatro generaciones de soñadores, estudiosos y poetas. Presentamos aquí una selección de fragmentos del libro:

a. Quería ser libro

“Lo único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a pared, en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las ventanas, en todas partes. Miles de libros en cada rincón de la casa. Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reykjavik, Valladolid o Vancouver”.

Cuando tenía unos seis años, llegó un gran día para mí: mi padre me hizo un hueco en una de sus vitrinas y me permitió trasladar allí mis libros. (…) Abracé todos mis libros, que hasta entonces habían estado tendidos en una
banqueta junto a mi cama, los llevé en brazos a la vitrina de mi padre y los puse de pie, como es debido, de espaldas al mundo exterior y de cara a la pared. Fue toda una ceremonia de iniciación: una persona cuyos libros están de pie ya no es un niño, sino un hombre. Yo ya era como mi padre.

Mis libros ya estaban de pie”.

(…) Mi padre tenía una relación sensual con los libros. Le gustaba escudriñarlos, acariciarlos, olerlos. Le excitaban los libros, no podía contenerse, enseguida les metía mano, incluso a los libros de personas desconocidas. Es cierto que los libros de antes eran mucho más sexy que los de ahora: tenían qué oler y qué acariciar y tocar. Había libros con letras de oro estampadas sobre las aromáticas pastas de piel, algo ásperas al tacto, pero que hacían que te recorriera un escalofrío como cuando se toca algo íntimo e inaccesible algo que se estremece y tiembla al contacto de tus dedos. Y había libros que tenían tapas de cartón forradas de tela y pegadas con una cola que tenía un olor asombrosamente sensual. Cada libro tenía un olor propio, secreto y excitante. Algunas veces la tela estaba un poco
separada del cartón y se movía como una falda atrevida; era difícil evitar mirar por el espacio oscuro que había entre el cuerpo y la ropa y respirar allí aromas de vértigo”.

b. Una pequeña casa, una gran cultura

“Nací y crecí en un piso muy pequeño, de techos bajos y unos treinta metros cuadrados: mis padres dormían en un sofá cama que ocupaba su habitación casi de pared a pared cuando lo abrían por las noches. Por la mañana
plegaban el sofá (…) Así pues, su habitación servía de dormitorio, estudio, biblioteca, comedor y salón.”

“Las dos habitaciones, el hueco de la cocina, el retrete y sobre todo el pasillo, eran oscuros. Los libros llenaban toda la casa: mi padre sabía leer en dieciséis o diecisiete idiomas y hablar en once (todos con acento ruso). Mi
madre hablaba cuatro o cinco lenguas y leía en siete u ocho. Entre ellos conversaban en ruso y en polaco cuando querían que yo no los entendiera (casi siempre querían que yo no los entendiera). (…) Por cultura leían sobre todo en alemán y en inglés, y por supuesto por la noche soñaban en idish. Pero a mí me enseñaron única y exclusivamente hebreo”.

c. La nueva “raza de judíos” de Eretz Israel

“No sólo el ‘Mundoentero ‘, también Eretz Israel estaba lejos: en algún lugar, más allá de las montañas, estaba surgiendo una nueva raza de judíos heroicos, una raza bronceada y robusta, silenciosa y eficiente,
completamente distinta al judío de la diáspora, completamente distinta a los habitantes de Kerem Abraham. Chicos y chicas pioneros, bronceados, curtidos y silenciosos. (…) No se avergonzaban de nada.”

“Esos pioneros vivían más allá de nuestro horizonte, en Galilea, en Sharón, en los valles. Chicos fuertes y con sangre en las venas, pero silenciosos y pensativos, y chicas corpulentas, sinceras y equilibradas, como si lo supieran
todo y lo entendieran todo, incluso a ti y tu desconcierto; y a pesar de todo, te trataban con cariño (…) Esos pioneros y pioneras me parecían fuertes, serios reservados, capaces de cantar en círculos canciones de pasión y
añoranza que partían el corazón, y también canciones bufas y atrevidas, sin ningún pudor ni sonrojo; capaces de bailar frenéticamente hasta perder el sentido, de enfrentarse a la soledad y a la reflexión, a la vida campestre y al
trabajo más duro”.

“(…) Allí, donde ellos vivían, ocurrían las cosas verdaderamente importantes. Allí se construía el país y se arreglaba el mundo, allí estaba floreciendo una nueva sociedad, allí imprimían su sello en el paisaje y en la historia, araban
campos y plantaban viñas, allí se componía una nueva poesía, allí montaban armados a lomos de caballos y respondían con fuego al fuego de los asaltantes árabes, allí recogían desechos humanos y hacían con ellos un pueblo luchador”.

d. Tel Aviv y Jerusalén

“Al otro lado de las montañas oscuras estaba también la Tel Aviv de entonces, un lugar tumultuoso de donde nos llegaban los periódicos, las noticias sobre teatro, ópera, ballet, cabaret y arte moderno, los partidos
políticos (…) Allí, en Tel Aviv, había grandes deportistas. Y también había mar, y todo el mar estaba lleno de judíos bronceados que sabían nadar.

¿Quién sabía nadar en Jerusalén? ¿Quién había oído hablar nunca de judíos nadando? Tenían genes completamente distintos. Una mutación. Como el milagro de una mariposa nacida de un gusano”. “¡Qué lejos estaba Tel Aviv! Durante toda mi infancia no estuve allí más de cinco o seis veces: íbamos a pasar las fiestas con las tías, las hermanas de
mi madre. En aquella época, no sólo la luz de Tel Aviv era diferente de la de Jerusalén (…) Incluso la ley de la gravedad era completamente distinta allí.

En Tel Aviv, se caminaba de otra forma: se saltaba, se flotaba, como Neil Armstrong en la luna”.
“En Jerusalén, se caminaba siempre como en un entierro, o como cuando se llega tarde a un concierto: primero, se apoya la punta del zapato y se tantea con cuidado el terreno. Después, cuando ya se ha plantado el pie, se espera un poco antes de volver a levantarlo: después de dos mil años hemos encontrado una pizca de suelo que pisar en Jerusalén y no renunciaremos a ella tan rápidamente. (…) Ésa, más o menos, era la forma de caminar en Jerusalén. ¡Pero Tel Aviv era otra cosa! Toda la ciudad era un saltamontes.

Un constante fluir de personas, casas, plazas, brisa marina, arena, avenidas y hasta de nubes en el cielo”.

e. La llamada telefónica

“Durante años mantuvimos una relación telefónica habitual con los parientes de Tel Aviv. Cada tres o cuatro meses los llamábamos por teléfono, a pesar de que no teníamos teléfono y ellos tampoco. Lo primero que hacíamos era mandar una carta a la tía Haya y al tío Zvi, en la que les comunicábamos que llamaríamos el día 19 de ese mes, que caía miércoles, pues los miércoles el tío Zvi terminaba de trabajar a las tres en el ambulatorio, y a las cinco telefoneábamos desde nuestra farmacia a su farmacia. La carta era enviada con mucho tiempo de antelación, y esperábamos la respuesta. En la carta de respuesta de la tía Haya y el tío Zvi nos aseguraban que el miércoles 19 les
iba bien y que, por supuesto, estarían esperando en la farmacia desde antes de las cinco, que no nos preocupásemos si teníamos que llamar un poco más tarde de las cinco, ellos no se moverían de allí.

No recuerdo si nos poníamos nuestras mejores ropas para ir a la farmacia a llamar a Tel Aviv, pero no me extrañaría que lo hiciéramos. Era un acto solemne. Ya el domingo anterior, mi padre le decía a mi madre:
– Fania, ¿te acuerdas de que esta semana tenemos que llamar a Tel Aviv?
El lunes mi madre decía:
– Arie, no vuelvas tarde pasado mañana, no vaya a haber algún
contratiempo.
Y el martes los dos me decían:
– Amós, no nos des ninguna sorpresa, has oído, no te pongas enfermo, has oído, y no te resfríes ni te caigas hasta mañana por la tarde – y las noche anterior me decían: – Vete pronto a dormir para que tengas fuerza mañana al
teléfono, no quiero que piensen que no has comido.

Así se iba construyendo la emoción. Vivíamos en la calle Amós y la farmacia estaba a cinco minutos andando, en la calle Sofonías, pero ya a las tres mi padre le decía a mi madre:
– No empieces a hacer nada ahora, no sea que no te dé tiempo.
– Yo voy perfectamente, pero tú, con tus libros, a lo mejor te olvidas por completo.
– ¿Yo? ¿Olvidarme yo? Estoy mirando el reloj todo el rato. Y Amós me lo recordará.
Yo, con solo cinco o seis años, ya tenía una responsabilidad histórica. No tenía reloj de pulsera y, por tanto, me pasaba todo el rato yendo a la cocina a mirar lo que decía el de pared y, como en una lanzadera espacial, pregonaba: quedan veinticinco minutos, quedan veinte, quedan quince, quedan diez minutos y medio. Y cuando decía quedan diez minutos y medio, nos levantábamos, cerrábamos bien la casa y los tres nos poníamos en
camino (…) entrábamos a la farmacia y decíamos: (…) Hemos venido para llamar a nuestros parientes de Tel Aviv.
Mi padre decía: “Voy a marcar”. Y mi madre: “Aún es pronto, Arie. Aún quedan unos minutos”. Y él decía: “Ya, pero hasta que nos pasen la llamada…” (aún no había línea directa). Y mi madre: “Pero, y si por
casualidad nos pasan la llamada enseguida y ellos aún no están allí?”. Mi padre respondía: “En ese caso, sencillamente lo intentamos de nuevo”. Y mi madre: “No, se preocuparán, pensarán que ya no volveremos a llamar”.
Mientras discutían ya casi eran las cinco. Mi padre levantaba el auricular, de pie, sin sentarse, y le decía a la telefonista de la centralita: “Buenas tardes, señorita, quería hablar con el 648 de Tel Aviv” (o algo parecido.

Entonces vivíamos en un mundo de tres cifras). “Yo podía ver físicamente ese único hilo que unía Jerusalén con Tel Aviv y, a través de él, con el mundo entero, y esa línea estaba ocupada y, mientras estaba ocupada, nosotros estábamos aislados del mundo. Ese hilo serpenteaba por zonas desérticas y pedregales, escalaba montañas y colinas, y yo pensaba que era un gran milagro. Me estremecía: ¿y si una noche los animales salvajes se comieran el hilo? O si unos árabes malos lo cortase? ¿O si se mojaran con la lluvia? ¿Y si se prendieran las hierbas secas? Quién sabe. Una línea tan débil serpenteando por ahí, vulnerable, sin protección, abrasada bajo el sol. Quién sabe. Estaba muy agradecido a las audaces y hábiles personas que la habían tendido, pues no era tan sencillo tender una línea de Jerusalén a Tel Aviv; sabía por experiencia lo difícil que les habría resultado: una vez tendimos un hilo desde mi habitación hasta la de Elías Friedmann, una distancia de dos casas y un patio en total, un hilo normal y corriente, y vaya historia, árboles en el camino, vecinos, un almacén, una tapia, escaleras, arbustos.

Tras un rato esperando, mi padre calculaba que el jefe de correos o el señor Nashashibi habrían terminado de hablar, y volvía a levantar el auricular y a decirle a la telefonista: “Perdón, señorita, creo que le he pedido hablar con el
648 de Tel Aviv”. Ella decía: “Lo tengo anotado, señor. Espere, por favor” (o “tenga paciencia, por favor”). Mi padre decía: “Espero, señorita, por supuesto que espero, pero hay gente esperando también al otro lado de la línea”: Y
entonces le insinuaba con cortesía que nosotros éramos personas civilizadas, pero que nuestra paciencia y moderación también tenían un límite. Que éramos personas bien educadas, pero no unos primos; no ovejas llevadas al
matadero. Eso de que cualquiera pudiera maltratar a los judíos y hacer con ellos lo que se le antojara se había acabado de una vez por todas.

Entonces, de pronto, el teléfono sonaba en la farmacia, era siempre un sonido excitante, estremecedor, un momento mágico, y la conversación era más o menos así:
– ¿Zvi?
– Sí, soy yo.
– Soy Arie. De Jerusalén.
– Arie, hola, aquí Zvi, ¿qué tal estáis?
– Estamos bien. Os estamos hablando desde la farmacia.
– Nosotros también. ¿Qué tal todo?
– Como siempre. ¿Qué tal vosotros? ¿Qué te cuentas?
– Estamos bien. Nada del otro mundo. Vamos tirando.
– Eso es bueno. Tampoco nosotros tenemos nada nuevo que contar. Estamos
muy bien. ¿Y vosotros?
– También.
– Estupendo. Ahora se pone Fania.
Y otra vez lo mismo: ¿Cómo estáis? ¿Qué tal todo? Y después: Amós también
va a deciros algo.
Y ésa era toda la conversación. ¿Cómo estáis? Bien. Bueno, pues pronto volveremos a hablar. Es un placer escucharos. También es un placer escucharos a vosotros. Mandaremos una carta para fijar la próxima llamada.
Estaremos en contacto. Sí. Por supuesto. Cuidaos mucho. Vosotros también.” “Pero no era gracioso: la vida pendía de un hilo. Ahora comprendo que ellos no tenían la seguridad de volver a hablar otra vez, tal vez fuera la última, pues nadie sabía lo que podía suceder: un pogrom, una masacre, un baño de sangre provocado por los árabes para exterminarnos, una guerra, una terrible tragedia; los tanques de Hitler casi habían llegado hasta nosotros por
dos lados, desde el norte de África y a través del Cáucaso, quién sabía lo que nos esperaba. Esa conversación insulsa no era en absoluto insulsa, sólo era sencilla.”

f. El pescado del Shabat

“Para el Shabat y las demás fiestas mi madre compraba ya a mitad de semana un pez carpa. La carpa prisionera se pasaba el día nadando con insistencia de un lado a otro de la bañera, intentando encontrar incansablemente algún pasadizo submarino que la condujese al mar abierto.

Yo le daba de comer migas de pan. Mi padre me enseñó que en nuestro idioma secreto, sólo de los dos, ese pez se llamaba Nuni.”

“Una vez que me dejaron solo en casa decidí enriquecer la aburrida vida de la carpa con islas, istmos, arrecifes y bancos de arena hechos con cacharros de la cocina que sumergí en la bañera. (…) Paciente y perseverante…
consiguió retorcerse y escabullirse una y otra vez en los escondrijos submarinos que yo mismo le había diseminado por el fondo del mar. Por un instante toqué de pronto sus cortantes y frías escamas y me estremecí de asco y de miedo, y también a causa de un descubrimiento escalofriante: hasta aquella mañana, todo lo que estaba vivo, un pollo, un niño, un gato, era blando y estaba caliente; sólo lo que estaba muerto se ponía frío y duro.

Y de repente la paradoja de la carpa, fría y dura pero viva, húmeda, lisa, grasienta y cartilaginosa, con escamas y branquias, moviéndose y agitándose, dura y fría, entre mis dedos, esa paradoja me hizo sentir tal punzada de espanto que rápidamente solté mi presa y corrí a enjabonarme, frotarme y aclararme tres veces las manos.

Así terminó mi cacería. En vez de perseguir a Nuni estuve bastante tiempo intentando ver el mundo con los ojos redondos y gélidos de un pez, sin párpados, sin pestañas y sin movimiento.

“Un día vinieron a la cena de Shabat mi abuelo y mi abuela, también vino Lilienka, la amiga de mi madre, con su marido, el rechoncho señor Bar Samka (…) Después de una sopa de pollo con bolitas de harina sin levadura,
mi madre puso encima de la mesa el cadáver de mi Nuni, entera, desde la cabeza hasta la cola, pero cortada concúrreles incisiones de cuchillo en siete pedazos unidos, y engalanada como el cadáver de un rey sobre la carroza
fúnebre de camino al panteón (…) pero la mirada del ojo abierto, acusador e insumiso de Nuni estaba clavada en sus verdugos con un triste y gélido reproche , con un último grito de dolor.

Cuando mis ojos se toparon con esa mirada aterradora, mientras su ojo perforado me llamaba nazi traidor y asesino, empecé a llorar en silencio con la cabeza inclinada sobre el pecho, esforzándome para que no se me notase.
Pero Lilienka, la amiga y confidente de mi madre, un alma de maestra en un cuerpo de muñeca de porcelana, se asustó y se compadeció de mí: primero me tocó la frente y dijo: No, no tiene fiebre. Después me acarició el brazo
varias veces y añadió: Pero sí que tiene escalofríos. Luego se inclinó hacia mí hasta que su respiración sofocó la mía y dijo: parece que es algo psicológico; no físico. Entonces se volvió hacia mis padres y concluyó con satisfacción que
ya hacía tiempo que les había dicho que el niño, como todos los futuros artistas, vulnerables, complejos, sensibles, parecía estar entrando en la adolescencia mucho antes que los demás, y lo mejor era dejarlo tranquilo.

Mi padre se quedó un rato pensativo, evaluó la situación y sentenció:
– Sí, pero antes cómete el pescado como todo el mundo, por favor (…)
– No puedo.”

g. La votación del 29 de noviembre de 1947

“El sábado, comentaban todos, el sábado por la mañana, los delegados de la Asamblea General se reunirían… y decidirán nuestro destino: “La vida o la muerte!”, dijo el señor Abramsky. Mientras la señora Tosia Krohmal trajo…
un alargador de la maquina de coser eléctrica, para que los Lemberg pudieran enchufar su negro y pesado aparato de radio y ponerlo en la mesa de la terraza (era la única radio en toda la calle Amós, si no la única en todo
el barrio de Kerem Abraham). Allí funcionaría la radio a toda potencia, y todos nosotros nos reuniríamos en casa de los Lemberg.”

“Después de medianoche, hacia el final de la votación, me desperté. Mi cama estaba debajo de la ventana que daba a la calle., y sólo tenia que incorporarme, ponerme de rodillas y mirar por las rendijas de la persiana. Me
puse a temblar.

Como en un sueño aterrador, estaban apretados, callados e inmóviles bajo la luz amarillenta de la farola de la calle montones de sombras erguidas en nuestro patio, en los patios vecinos, en las aceras, en la carretera, como una
gigantesca asamblea de espíritus silenciosos bajo la luz pálida, en todas las terrazas, cientos de hombres y mujeres sin expresión, vecinos, conocidos y extraños, unos con ropa de dormir y otros con chaqueta y corbata, vi a
algunos hombres con sombreros o gorras, mujeres con la cabeza descubierta, mujeres en bata y con pañuelos en la cabeza, en los hombros de algunos había niños dormidos, entre la multitud vi a una anciana sentada
en un taburete o a un anciano que era transportado en su silla a la calle.

Toda aquella gran multitud estaba como petrificada en el sobrecogedor silencio de la noche, como si no fueran personas reales sino cientos de siluetas negras dibujadas sobre la cortina oscilante de la oscuridad. Parecía
que todos se habían muerto de pie. Ni una palabra, ni una tos, ni una pisada.

Ni un mosquito zumbaba allí. Tan sólo la voz profunda y áspera del locutor americano saliendo de la radio, que estaba a todo volumen y estremecía el aire nocturno, o tal vez fuera la voz de Osvaldo Arania de Brasil, el
presidente de la Asamblea. Uno tras otro fueron leyendo los nombres de los últimos países de la lista, siguiendo el orden alfabético inglés.”

“Después la voz grave, algo ronca, volvió a hacer temblar el aire a través de la radio y concluyó con árida sequedad pero grávida de alegría: treinta y tres a favor. Trece en contra. Diez abstenciones y un país ausente de votación. La
propuesta es aceptada.

Y su voz fue tragada por el clamor que salía de la radio, que se desbordaba en las galerías locas de alegría de la sala del Lago Success (…) un grito no de alegría, no se parecía en nada al clamor de la multitud en los estadios
deportivos, no se parecía al desenfreno de una muchedumbre exaltada, tal vez era más como un alarido de terror y pavor, un grito trágico, un grito que hacía temblar las piedras, que helaba la sangre (…) y un momento después,
el primer grito de terror dejó paso a clamores de alegría y a una mezcla de bramidos roncos y el pueblo de Israel vive!, y alguien que intentó en vano empezar a cantar el himno y griterío de mujeres y aplausos (…) y toda la multitud comenzó a moverse lentamente alrededor de sí misma como llevada por un gigantesco remolino y ya nada estaba prohibido y salté dentro de los pantalones pero olvidé la camisa y el jersey y fui lanzado desde la puerta a la calle y la mano de algún vecino o desconocido me alzó para que no me aplastaran y me fueron pasando, volando de mano en mano, hasta que aterricé en los hombros de mi padre junto a la puerta de nuestro patio: mi padre y mi madre estaban abrazados, aferrados el uno al otro como dos niños perdidos en un bosque, jamás los había visto así antes de esa noche y
no volví a verlos así después, y por un instante estuve en medio de su abrazo y al cabo de un rato volví a los hombros de mi padre y él, mi instruido y educado padre, estaba allí gritando con todas sus fuerzas, no eran palabras
ni juego de palabras ni consignas sionistas ni exclamaciones de alegría sino un largo y desnudo grito como anterior a la invención de las palabras”

“Después, en la calle Amos, en todo Kerem Abraham y en todos los barrios judíos, hubo bailes y lágrimas, aparecieron banderas y consignas escritas en telas, y coches tocando el claxon (…) y de todas las sinagogas salía el sonido del shofar, y los libros de la Torá fueron sacados de las arcas sagradas y llevados hasta los que bailaban en círculos (…)”

“…Cuando vagábamos por allí, la noche del 29 de noviembre de 1947, yo montado en los hombros de mi padre, entre círculos de gente que bailaba dichosa, él me dijo, no como pidiéndomelo sino como sabiendo y afianzando su opinión con clavos: Observa, hijo mío, observa bien, hijo, por favor, observa con siete ojos todo esto, porque esta noche, hijo, no la olvidarás mientras vivas, y de esta noche les hablarás a tus hijos, a tus nietos, y a tus biznietos mucho tiempo después de que nosotros no estemos”.

h. La ofensiva árabe

“Al cabo de unas tres horas, a las siete de la mañana, mientras todos nosotros dormíamos y quizás también toda la calle y todo el barrio, hubo disparos en Sheik Jarrah contra una ambulancia judía que iba desde el centro
de la ciudad hasta el hospital Hadaza en Har Hatzofim. Por todo el país los árabes asaltaron autobuses judíos, matando e hiriendo a los pasajeros, y dispararon con armas ligeras y ametralladoras hacia los barrios periféricos y
los asentamientos aislados. (…) Cientos de árabes armados salieron dos días después de la Ciudad Vieja cantando canciones sanguinarias, gritando versículos del Corán, Idbaj al yahud, y disparando ráfagas al aire.”

“Durante la primera semana de revueltas fueron asesinados unos veinte judíos. Al final de la segunda semana ya habían sido asesinados en todo el país cerca de doscientos judíos y árabes.”

“Nuestro angosto semisótano se convirtió en una especie de refugio para los inquilinos de las plantas altas, un escondite considerado seguro frente a los bombardeos y los disparos. Todos los cristales se rompieron y se tiraron, y
tapamos todas las ventanas con barricadas de sacos de arena. Una constante oscuridad cavernosa reinó en casa, de noche y de día, desde marzo hasta agosto o septiembre de 1948. En esa densa oscuridad, y en el aire putrefacto
que se enmohecía sin salida alguna, nos hacinábamos (…)

i. Nace el Estado de Israel

“La media noche entre el viernes 14 de mayo de 1948 y el sábado 15 de mayo, al terminar los treinta años del Mandato Británico, se fundó el Estado cuyo nacimiento había anunciado David Ben Gurión en Tel Aviv unas horas
antes. Después de un paréntesis de unos mil novecientos años, dijo el tío Yosef, se ha vuelto a desplegar aquí un gobierno judío.

Pero a las doce y un minuto, sin declaración de guerra, penetraron en el país columnas de infantería, artillería y blindados de ejércitos árabes: Egipto desde el sur, Transjordania e Iraq desde el este, Líbano y Siria desde el
norte. El sábado por la mañana los cañones egipcios bombardearon Tel Aviv.

(…) El cerco se estrechaba a nuestro alrededor: la Legión de Transjordania conquistó la Ciudad Vieja, bloqueó con un importante número de fuerzas la carretera a Tel Aviv y la llanura costera, tomó el control de los barrios
árabes, colocó puestos de artillería en las montañas que rodean Jerusalén e inició bombardeos masivos destinados a causar un gran número de bajas entre la población civil débil y hambrienta, destruir la moral y provocar la
rendición (…) Al mismo tiempo, unidades del ejército egipcio llegaron hasta los arrabales del sur de Jerusalén y atacaron el kibbutz Ramat Rahel, que pasó dos veces de mano en mano. Aviones egipcios bombardearon Jerusalén con bombas incendiarias y arrasaron, entre otras cosas, la residencia de ancianos del barrio de Romera, no muy lejos de nuestra casa.

(…) Grete Ghat, la niñera pianista que olía siempre a lana húmeda y a detergente, la tía Grete, … salió una mañana al balcón a tender la ropa. Una bala de un francotirador jordano, eso se decía, le entró por el oído y le salió por el ojo. Tzipora Yanai, Piri, la tímida amiga de mi madre, que vivía en la calle Sofonías, bajó un momento al patio para coger una bayeta y un cubo y murió allí mismo a causa del impacto directo de un proyectil.

Y yo tenía una pequeña tortuga. Durante la fiesta de Pesaj de 1947, cerca de medio año antes de la guerra, mi padre participó en una excursión a los yacimientos arqueológicos (…) se fue por la mañana temprano y se llevó una
bolsa de bocadillos y una auténtica cantimplora militar que se colgó con orgullo del cinturón (…) a mi me trajo de regalo una pequeña tortuga que había encontrado allí.

(…) Yo quería mucho a esa pequeña tortuga que se había acostumbrado a arrastrarse cada mañana hacia mi escondite debajo del granado y a comer con voracidad hojas de lechuga y cáscaras de pepino directamente de mi
mano, sin asustarse de mí ni esconder la cabeza en su caparazón, y mientras devoraba a dos carrillos hacía un movimiento muy gracioso con la cabeza, como asintiendo con energía a todo lo que dijeras. Se parecía a un profesor
calvo de Rehavia que también solía asentir enérgicamente hasta que acababas de hablar. (…) Con un dedo acariciaba la cabeza de mi tortuga mientras comía, sorprendido de lo semejantes que eran los dos orificios de las narices y los dos de los oídos. Sólo para mis adentros, y sólo a espaldas de mi padre, no la llamaba Abdallah Gershon: la llamaba Mimi. En secreto.

Durante los días de los bombardeos ya no había pepinos ni hojas de lechuga y tampoco me dejaba n salir al patio, pero a veces abría la puerta y le arrojaba a Mimi restos de comida. A veces la veía de lejos y a veces
desaparecía de mi vista durante varios días.

El día que mataron a Grete Ghat y a Piri… mataron también a mi tortuga Mimi: un fragmento de proyectil cayó en nuestro patio y la partió en dos. Cuando le pedí a mi padre con lágrimas en los ojos que al menos me dejase cavar una tumba debajo del granado, enterrarla allí y hacerle una lápida para recordarla, mi padre me explicó con honestidad que no podía hacer eso, sobre todo por motivos higiénicos. Él mismo, eso me dijo, había retirado ya lo que había quedado de ella. (…) en esa ocasión le pareció conveniente explicarme el significado de la palabra “ironía”: Por ejemplo, en el caso de nuestra Abdallah Gershon, una emigrante del Reino de Transjordania, el fragmento que ha acabado con su vida era parte precisamente de un proyectil lanzado, con evidente ironía, por los cañones del rey Abdallah de Transjordania”.

Extraído de: Amós Oz, “UNA HISTORIA DE AMOR Y OSCURIDAD”.
Editorial Siruela. Madrid, 2006