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Hannah Arendt
ARNOLDO KRAUS

En la película Díaz. No limpiéis esta sangre (2012), de Daniele Vicari, se reproducen las agresiones de la policía italiana contra 93 activistas durante la cumbre del G8 en julio de 2001 en Génova, Italia. En las calles y parajes aledaños a Ciudad Juárez, México, las desapariciones y asesinatos de niños y niñas es un fenómeno continuo. En Siria, el presidente Bashar al-Assad es responsable de la muerte de más de 70 mil personas en una guerra sin fin previsible. En no pocas ciudades latinoamericanas el pago por asesinar a una persona disminuye día a día: sobra la oferta.

En Díaz. No limpiéis esta sangre la policía italiana, responsable de las golpizas y torturas contra los activistas, nunca pidió disculpas; ninguno de los golpeadores, a pesar de las múltiples sentencias, será encarcelado: las órdenes provenían de mandos superiores. En Chihuahua, y otros estados mexicanos, la mayoría de las ejecuciones las realizan narcotraficantes, casi siempre, acatando las órdenes de sus líderes. En Siria, los soldados fieles al sátrapa al-Assad, siguen matando sin cuestionar las instrucciones de los mandos militares. Finalmente, aunque nunca finalmente, en las calles latinoamericanas se asesina para sobrevivir y no ser excluido o asesinado por los dirigentes del grupo al cual pertenece o desea pertenecer el vicario.

El común denominador en los cuatro escenarios previos lo representa la suma de obediencia, sumisión, necesidad y falta de conciencia. A partir de los trabajos de la politóloga Hannah Arendt hay quienes aplican, para discutir algunas porciones de los entramados previos, el concepto banalidad del mal.

Hannah Arendt (1906-1975) fue una politóloga teórica —no le gustaba que la llamasen filósofa— judeo-alemana quien huyó de la Alemania nazi hacia Estados Unidos. En 1961 Arendt viaja, enviada por la revista The New Yorker, a Jerusalén para cubrir el juicio contra Adolf Eichman, uno de los siniestros ingenieros del Holocausto. Dos años después, Arendt publica Eichmann in Jerusalem: A report on the banality of evil (traducido como Eichman en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal). Basándose en la personalidad del imputado, Arendt lo describe como un individuo normal, lector de Kant, trabajador eficiente, gris, sin inclinaciones antisemitas, poco reflexivo, quien, con tal de ascender, cumplía las indicaciones de sus superiores sin cuestionar el resultado final de sus acciones. Para Arendt, esas características, así como la ausencia de sentimientos acerca del bien y del mal, conforman la base de la banalidad del mal. Tras el juicio, Arendt postula: el mal no nace dentro del individuo, son las circunstancias que lo rodean las responsables.

Su tesis suscitó y suscita polémica. Aunque algunos pensadores no aceptan la idea de Arendt, al afirmar que crímenes como los perpetrados por Eichman no pueden ser cometidos por personas ordinarias, la tesis de la banalidad del mal sigue vigente; pensar y repensar sobre la naturaleza del Mal invita: ¿Es posible asesinar o maltratar por encargo o se requiere vocación para cometer el acto?

Para que el Mal se trivialice y se convierta en una actividad banal, donde las fronteras entre bien y mal ni siquiera existan, es indispensable renunciar a la voluntad, sepultar el disenso, ceder ante la autoridad, traicionar principios éticos básicos, enterrar la voz de la conciencia, ignorar la autocrítica y aceptar la sumisión como forma de vida. Ese escenario, en la actualidad, es norma en muchas sociedades.

Arendt acuñó el término banalidad del mal hace cinco décadas. El concepto no ha envejecido y ahora tiene, creo, pocos detractores. Aunque en ocasiones actúan por encargo y no por vocación, quienes cumplen órdenes y asesinan o desaparecen niños en México, quienes matan por un puñado de dólares en Caracas o Bogotá, o quienes rocían con napalm a sus conciudadanos en Siria, ya sea para formar parte de algún grupo, por razones económicas, o por servir en la milicia, retratan a la perfección la banalidad del mal.

Trivializar el mal es una grave enfermedad. Trivializarlo sin solucionar los orígenes conlleva riesgos. El principal nos ha alcanzado: la banalidad del mal se ha transformado en epidemia. La epidemia se reproduce sin cesar: se decapita, se ejecuta, se tortura, se viola y se desaparece. Además, la epidemia seguirá creciendo: no se penaliza, no se condena, no se juzga y no se castiga a los culpables en buena parte del orbe. La banalidad del mal pervivirá mientras no se solucionen las razones que pavimentan su presencia. Dotar de mínimos conceptos éticos a los niños en las escuelas primarias y disminuir las inimaginables desigualdades son elementos para disminuir el contagio de la epidemia, cuyo nombre, siguiendo a Arendt, podría ser “banalizar el mal”.

Fuente: El Universal