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Se defiende Leni Riefenstahl en sus “Memorias” (Lumen, traducción de Juan Godó Costa) de las acusaciones de nazi que le han perseguido o de su afección por aquel régimen y su líder. Dice que una cosa era Hitler y otra la ideología nacionalsocialista (distingo de una sutileza visionaria). Que ella caía en trance con el hombre y sus discursos (“fue como si la superficie de la tierra se extendiese ante mí en una semiesfera, que de pronto se escindió por la mitad”, etc.), pero que la vertiente racista del partido le desagradaba. Además, le dijo al propio Hitler que ella jamás militaría en el nacionalsocialismo. Finalmente, el Führer acabó dándole un poco de miedo (aunque no tanto como Goebbels), y ella rechazó -aunque sólo en primera instancia- algunos de sus encargos cinematográficos, como el documental sobre el congreso del partido y las famosas Olimpiadas de Berlín de 1938. Que luego realizó.

Creo que Riefenstahl no miente. Creo que se miente. Y creo que en este sentido su conducta es la misma que la de la mayoría del pueblo alemán que apoyó el surgimiento del Tercer Reich y las matanzas. La vergüenza (no la culpa) tiene la virtud de definir matices en los que se condesa la realidad. En el matiz se carga el significado, mientras desaparece la visión de conjunto: Hitler, sí; nacionalsocialismo, no. A estas alturas, y a aquellas, es una disyuntiva ridícula. Pero Riefenstahl se agarra a ella.

Más delatora es aún su postura o sus actitudes políticas. Sencillamente, no las tiene. Ahí aparece también un subproducto de la cultura alemana de la época: el apoliticismo, derivando suavemente a la antipolítica. A Riefenstahl no le interesaba el mundo ni en sus manifestaciones grandes ni pequeñas. Es sorprendente la escasa información que tenía de casi todo, y la dependencia infantil respecto de quienes la poseían. Sólo le interesaban las ideas generales del tipo “hay que solucionar el problema de los seis millones de parados alemanes”, y sólo durante el té con pastas. Generalidades que no se conectan con nada, ya sean posturas sociales, reflexiones históricas o simples opiniones sobre el entorno. Políticamente, está ausente. Psicológicamente, carece de empatía (incluso consigo misma). Clínicamente, es como mínimo una maníaco-depresiva (confesión propia).

¿Es que le falta pasión? No exactamente. Siempre y cuando sea abstracta: música, danza. O interponga entre ella y la realidad algún artilugio físico o mental que evite la relación directa: cine. O no la encierre en ningún papel: interpretación. O repose de forma narcisista sobre el cuerpo anatómico: vigorexia deportiva, esquí, alpinismo.

En resumen, una nazi de pies a cabeza. Aunque posiblemente una nazi inconsciente, como la mayoría de sus conciudadanos. Habría que entender de una vez que el nazismo sólo se comportaba como una ideología (harto deficiente) en su expresión pública y propagandística, y que su auténtica realidad era mental y cultural. No fue un programa político, sino un hecho de conciencia.