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ANDRÉS ROEMER

Todos los días salimos a la calle y vemos gente en las calles pidiendo dinero. Miramos videos en las redes sociales de niños siendo víctimas de bullying. Cada que esto sucede, nos ponemos en los zapatos de esas personas e intentamos comprender por lo que pasan. Lo mismo sucede con víctimas de huracanes, terremotos, incendios, asesinatos en masa. Incluso somos empáticos con personajes de películas o novelas.

Esta intención de comprender lo que el prójimo siente es una manifestación de la empatía que sentimos. Es ésta uno de los motivos que nos hace darle ayudar con una moneda a un niño en la calle. La empatía es parte de nuestra brújula moral, de alguna manera marca nuestra aberración sin tener necesariamente que haber sentido lo que el otro siente o sintió, basta con intentar imaginarlo. Y ¿de dónde viene? La neurociencia ha identificado que algunas partes del sistema nervioso que se cuando sentimos dolor, también se activan al ver el sufrimiento de otros. Así que es una reacción natural.

Algunos piensan que en el mundo no es necesaria la empatía para su correcto funcionamiento. El filósofo holandés del siglo XVIII Bernard Mandeville argumenta en la Fábula de las Abejas cómo es que los vicio privados originan virtudes públicas; es decir, cómo todos actuando bajo su propio interés logran el correcto funcionamiento del colectivo. Hay otros como Jeremy Rifkin que están convencidos de que la expansión de la empatía y la generación de una empatía más amplia es la solución a los males de la humanidad.

En esta línea, ¿cree usted que la empatía es suficiente? La empatía sin duda contribuyó a la disminución de la violencia durante el último siglo. Pero eso no necesariamente quiere decir que seamos más empáticos. Es difícil decir que la capacidad de empatía del hombre ha cambiado, puesto que el hombre sigue siendo fundamentalmente igual que antes. Sin embargo, los actos derivados de la empatía sí han sido diferentes. Hoy la gran cantidad de información nos permite formular aunque sea una opinión sobre el terrorismo en Estados Unidos o Europa, las guerras de Medio Oriente, los desastres naturales de Japón y las hambrunas de África. Apenas tener una opinión en esos temas es muestra de preocupación por el otro. El hombre no cambió y tampoco su capacidad empática, pero sí la información que tenemos disponible.

Sin embargo, es cierto que no somos igual de empáticos en todas las situaciones. No reaccionamos igual al conocer la historia de Juan, un niño hambriento que camina diario por la mañana durante dos horas para llegar a la escuela, que al conocer una aburrida estadística de la malnutrición infantil en África. Al igual que no es o mismo conocer la historia del fatal cáncer de la madre de algún conocido, que saber del dinero que hace falta para la construcción de un nuevo hospital; ¿a qué causa sería más proclive a donar mil pesos?

Las historias personales son mucho más poderosas que los rasgos generales. Tan es así que muchos artículos o libros comienzan por contar una historia particular que haga sentir empatía en el lector y causar así mayor impacto. Una historia es más poderosa para atraer y convencer que un dato general sin nombre o apellido. A este efecto se le conoce como el efecto de la víctima identificable y sucede cuando nos horrorizamos por pensar “ese podría ser yo”. Quizá sea por eso que nos horrorizamos por un asesinato en masa en un cine, aún cuando muera mucha más gente de asesinatos por robo o por desbordamiento de pasiones. Después de todo nadie se puede esperar una masacre dentro de un cine “ellos pudimos haber sido nosotros”.

Es por el poder de las historias que somos más propensos a regalar diez pesos a un niño en la calle, aún cuando hacerlo en realidad fomente que sus explotadores lo sigan explotando, que a donar esos mismos diez pesos a la Unicef. La empatía también puede jugar en contra. Probablemente la Unicef pueda hacer más y por más personas con las donaciones que recibe aquél niño.

En un estudio psicológico, se les preguntó a personas cuánto donarían para  desarrollar una medicina que lograra salvar a un niño. Luego se repitió la pregunta, pero ahora lograría salvar a ocho niños. Los montos apenas cambiaron. Cuando se mostró una fotografía del niño (solo) que se lograría salvar, las donaciones fueron superiores que para los ocho niños sin fotografía.

Cuando se trata de ser empáticos con quienes no han nacido, el problema se agrava. Es más fácil empatizar con nombres y rostros, que por que personas que todavía no existen disfruten de un medio ambiente saludable, por ejemplo. Aunque conocemos el problema, seguimos utilizando el coche aún en situaciones que podríamos no hacerlo. Es en estos casos en los que la razón debe encauzar el sentimiento empático. De esta manera podremos financiar organizaciones con planes cuidadosamente desarrollados para cambiar el mayor número posible de vidas.

Como menciona Paul Bloom en un artículo reciente publicado en New Yorker, el fracaso de hacer políticas sustentables de largo plazo se debe no sólo al diseño del sistema política que incentiva las políticas de corto plazo, sino a también a la nuestra empatía que prefiere las historias con rostro a los planeación más frívola.

No intento decir que la empatía sea mala, al contrario, pero razonando la empatía puede resultar más fructífera. Debemos entender que todas las vidas valen lo mismo, y que de salvar una vida a salvar cien, es mejor salvar cien.  A veces parece que los zapatos de las futuras generaciones son tan chicos que no cabemos en ellos, por ello se necesita entender las paradojas de la empatía y encauzarla.

Y usted ¿en los zapatos de quién se pone?

Fuente: La Crónica de Hoy