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ESTHER CHARABATI

Los seres humanos no nos movemos exclusivamente en el mundo cotidiano, limitado y banal en el que transcurre nuestra vida y que logramos nombrar. También vivimos en otro nivel —el imaginario lo llamó Lacan— que nos lleva a postular mundos alternativos, la existencia del paraíso y del estado de felicidad.

Este deseo ha sido expresado a través de los diferentes mitos como el paraíso bíblico, espacio de lo absoluto, de la perfección, donde cada ser tiene su lugar y la convivencia es armoniosa, donde no existen los conflictos ni la historia. Y plantó Dios, el Eterno, un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre que había formado. E hizo Dios, el Eterno, que del suelo brotara toda clase de árboles gratos a la vista y buenos como alimento (…) Y el oro de esa tierra es bueno. (Génesis, II)

Ante la “caída” original (y una probable crisis de credibilidad), se hizo necesario crear otros paraísos, tan ambiciosos como el primero: unos remiten a la nostalgia (la infancia de la humanidad, la sociedad primitiva); es el caso de Montaigne en su ensayo de “los caníbales”, en donde los presenta como seres inmaculados:

“Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la maledicencia, el perdón, nunca las habían oído”. (Ensayos, I, 31)

Otros recurren a la esperanza, a la confianza en el Hombre (la democracia plena, el comunismo como etapa final de la lucha social). Recordemos sólo una frase del Manifiesto del Partido Comunista:

“Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el poder público perderá su carácter político (…) surgirá una sociedad en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.

Otros paraísos recurrentes han sido situados en los confines de la tierra, lejos del mundo que conocemos, o incluso fuera de él, como lo expresa Dante en La Divina Comedia.

“Hay allá arriba una luz, que hace visible al Creador a toda criatura que sólo funda su paz en contemplarle, y se extiende en forma circular por tanto espacio, que su circunferencia sería para el Sol un cinturón demasiado anchuroso”. (El Paraíso)

Además de éstos, existen los paraísos personales que a menudo se confunden con el seno materno (la Infancia Feliz, el Amor Pleno). Recordemos a Paul Eluard:

“En el amor la vida tiene todavía/ el agua pura de sus ojos de niño (…) En el amor la vida tiene siempre/ un corazón ligero y renaciente/ Nada podrá jamás acabar/ El mañana se aligera del ayer”.

Esta última estrofa señala una característica del paraíso: la inmovilización del tiempo.

Nada acaba, nada se transforma; los procesos se detienen para evitar la amenaza del cambio.

Los paraísos (el orden imaginario) no sólo nos ayudan a evadirnos, también cumplen una función importante: guían nuestros actos. Nos llevan a actuar como si pudiéramos acceder a ellos. La utopía, dice Galeano, sirve para caminar, y en ese caminar esperanzado, la humanidad ha ido construyendo el mundo.

Algunos sueñan con recrear aquel paraíso en el que todos eran iguales y se ayudaban mutuamente, en el que la convivencia cerraba el paso a la violencia, en el que el hombre y la sociedad no estaban en falta. La idea de que la sociedad es esencialmente armoniosa reduce los conflictos sociales a meros problemas técnicos que, sin duda alguna, serán superados. Pero la manzana de la discordia no fue un accidente ni se pudo evitar…