FÉLIX BORNSTEIN
“Hanita antes que Madrid”. La frase hizo fortuna en la comunidad judía de Palestina durante los años 30 del siglo pasado, justo cuando los españoles nos matábamos en nuestra guerra civil. Hanita era un kibutz situado al norte de lo que hoy es el Estado de Israel, y con su prelación respecto a la capital de España el autor de la frase –Ya´acov Hazan, un destacado dirigente del sionismo socialista- enunció el orden de prioridades que debían tener los judíos que en 1936-1939 estaban forjando el futuro Estado de Israel.
La causa de la República española fue muy popular entre los judíos de izquierda –especialmente los comunistas- de todo el mundo. Entre 4.000 y 8.000 judíos (de un total de 40.000 voluntarios) combatieron con las insignias de las Brigadas Internacionales en la guerra de España, disparando sus armas contra los rebeldes a la República. Ahora bien, aunque algunos de esos judíos pelearon juntos en la compañía Naftali Botwin, la mayoría se dispersó en las distintas unidades de las Brigadas y la cuestión de su identidad étnica, religiosa o cultural les resultaba un asunto de segundo orden cuando no irrelevante. Simplemente, la aventura española fue su tributo de sangre al internacionalismo proletario, a la revolución mundial, y su aportación anticipada al inminente conflicto armado, de naturaleza global, entre el fascismo y sus múltiples enemigos (demócratas o totalitarios de obediencia a Moscú). También entre los sionistas de Palestina la simpatía hacia los republicanos de España era un sentimiento casi unánime. Pero allí los judíos no tenían las manos libres para acudir al rescate de la República amenazada. Además, en la Palestina judía sí importaba –¡y de qué forma!- la identidad nacional.
Sobre esta cuestión –la guerra de España y su percepción por los sionistas de los años 30- acaba de escribir de forma memorable el hispanista israelí Raanan Rein, profesor de la Universidad de Tel Aviv. Su artículo abre el número cero de la revista “La ciudad blanca”, un proyecto intelectual compartido por la Universidad Rey Juan Carlos y la Embajada de Israel en España. Bienvenido sea este puente de comunicación entre españoles e israelíes. No abundan precisamente los contactos de ambas sociedades mediterráneas, con más cosas en común que lo que algunos suponen.
A finales de los años 30, los judíos de Palestina tenían dos enemigos declarados: las fuerzas británicas del Mandato y los árabes del país, contra los que luchaban ya de forma abierta desde 1936. Abandonar esa doble partida para ir a combatir a España era tanto como traicionar al yishuv y desertar de las filas del sionismo. Ese fue el precio moral que pagaron los aproximadamente 200 voluntarios judíos (casi todos varones jóvenes) que salieron de Palestina para alistarse en las Brigadas Internacionales. Con un baldón añadido: casi todos ellos eran militantes del Partido Comunista Palestino (cuya unidad se rompería en 1965) y, por tanto, rivales de la mayoría sionista. Dejando al margen sus motivaciones íntimas (deseo de aventuras, problemas familiares…), la guerra de España y la lucha contra el fascismo unieron a esos muchachos judíos con individuos de otras etnias de Palestina, pues fueron en compañía de algunos árabes (como Ali Abdel Halik, muerto en el frente de Teruel, y el periodista Mustafa Sa´adi) y varios armenios. Todos ellos sufrieron la crítica soterrada o el desprecio, salvo contadas excepciones, del movimiento sionista de izquierdas (con el sindicato Histadrut a la cabeza), y a partir de 1948 de las instituciones del Estado que dicho movimiento levantó en Oriente Medio.
Tres decenios después (estamos ya en los años 70 del siglo XX) el ángulo de visión político, al compás de las necesidades ideológicas del Estado de Israel, se abrió de manera benigna para los caídos en los frentes de España y los supervivientes judeo-palestinos de las Brigadas Internacionales. El profesor Raanan Rein interpreta admirablemente ese giro de posición, una variante más del secuestro del Ángel de la Historia por las demandas coyunturales de la Memoria Pública. Después de la Guerra de los Seis Días (1967) el Estado de Israel inició su hegemonía en Oriente Medio en la estela de sus aplastantes victorias militares, su consolidación económica y su conversión en centro magnético de la Diáspora judía. En ese ambiente interesaba al establishment sionista la conexión de los brigadistas palestinos con otros episodios heroicos –como el levantamiento del ghetto de Varsovia- que habían sido el reverso de la supuesta pasividad con la que los judíos fueron conducidos a los hornos crematorios de la Shoah.
El objetivo era ensalzar, dentro de una misma cadena, la resistencia judía ante el nazismo alemán en un todo continuo que incluía los choques armados con el ejército británico del Mandato y, ya acordada la partición de Palestina en la ONU (1947), también las victorias del nuevo Estado sobre los árabes palestinos y sus aliados de la región. Dentro de este relato –completado en los años posteriores por los triunfos bélicos israelíes sobre los países árabes vecinos y la ocupación de los territorios palestinos-, la participación judía en la guerra civil española (en general, y no sólo la de los voluntarios procedentes del yishuv palestino) era una pieza que fue ensamblada sin problemas en la propaganda oficial del sionismo como un factor relevante de la identidad nacional. A este esquema ideológico se acomodaron muchos de los veteranos de la guerra de España, incluso los comunistas del nuevo partido Maki (mayoritariamente judíos y ajenos a la obediencia soviética). El señuelo del reconocimiento oficial, antes negado, y la entrada de los antiguos brigadistas en el panteón de los héroes de Israel fueron una tentación irresistible. Por el contrario, la fracción comunista de Rakah (compuesta en su mayor parte por árabes israelíes y de inclinación pro-soviética) impugnó esta versión histórica de la realidad.
El relato oficial llegó a su cénit en 1986. Conmemorando el medio siglo del inicio de la guerra de España, el entonces presidente de Israel, Chaim Herzog, pronunció un discurso oficial (29 de septiembre) que silenciaba por completo la oposición, 50 años atrás, de los grupos sionistas a la marcha al reñidero español de los voluntarios de la comunidad judía en Palestina. Muy al contrario, Herzog terminó de tejer la red que unía en un mismo destino a los judíos de Israel y de la Diáspora con los demás combatientes en la península a favor de la República, “en un frente común…contra la perdición y el holocausto que amenazaban al mundo”. Herzog actualizó el viejo episodio proyectando la sombra de la II República española sobre la situación contemporánea de Israel y, en mi opinión, trazando un deber de apoyo internacional a la democracia israelí inspirado -¿cómo moneda de cambio-? en el modelo ejemplar de los brigadistas de Palestina. Las democracias occidentales debían ayudar a Israel y desafiar “el espectro del terrorismo internacional” que intentaba destruir al joven Estado.
Quizás el paralelismo más sorprendente en esta ficción histórica es el de la música popular. La letra de la famosa canción ¡Ay, Carmela!, el himno oficioso de las Brigadas Internacionales, tuvo su traducción al hebreo de la mano del compositor Haim Hefer. ¿Pero cuándo alcanzó el hit parade en Tel Aviv y Jerusalén? Pues en 1967, justo después de la ocupación israelí de Gaza y Cisjordania. En esta ecuación de la lucha heroica de los republicanos de España y la conquista militar de las tierras bíblicas, Carmela es el amor de un capitán israelí. Madrid nunca había estado tan cerca de Hanita.
La Historia es la búsqueda de una verdad. Siempre provisional, pero verdad. Nunca faltarán historiadores insobornables. Gente incómoda como el profesor Rein.
Fuente:cuartopoder.es
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