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Significa en hebreo “inauguración”. Así se llama la fiesta de las luminarias en recuerdo de la victoria de los Macabeos sobre Antíoco Eídanes en el año 165 A.E.C.

Durante la época de Alejandro Magno, no se puso obstáculo a que los judíos de Palestina observasen su religión. Pero, después de su muerte, (323 a.E.C.) muchos de los gobernantes de Palestina trataron de obligar a los judíos a que renunciaran a su propia religión y adoptasen el paganismo griego. El rey más decidido a desarraigar el judaísmo fue Antíoco IV. Puso imágenes de Zeus por todo el país y en el propio Templo, y quiso obligar a que se adorase y se santificase ante sus ídolos. Prohibió el Shabat y la observancia de las festividades y las leyes dietéticas. Para escapar a la muerte muchos judíos huyeron a los montes. Los judíos combatientes formaron un ejército bajo el mando de Yehudá Hamacabí, cuyo anciano padre había lanzado el grito de rebelión. Después de tres años, en 165 a.E.C., Yehudá y sus hermanos lograron derrotar a los sirios, purificaron el Templo y encendieron de nuevo la lámpara.

Una pequeña jarra de aceite hallada en el Templo, y cuyo contenido no parecía ser suficiente más que para un solo día, bastó para mantener encendida la menorá durante ocho días. De aquí surgió la costumbre de observar Janucá durante ocho días, todos los años, y encender 8 velas de Janucá. La primera noche se enciende una sola vela y cada noche se va aumentando el número hasta que en la última quedan prendidas las ocho. Aunque tanto los jóvenes como los viejos disfrutan de Janucá por ser una celebración de alegría esta festividad que, por lo general cae a fines de diciembre (Kislev 25), es importante para toda la humanidad, debido a que constituye la primera insurrección triunfante de la historia contra las limitaciones a la libertad de religión.

#Janucá