shabat

JOE VELARDE

Enlace Judío México/Un gentil cuenta su experiencia con la comunidad judía en un barrio de ortodoxos judíos.

Nuestra familia cubana se mudó en 1933 a Williamsburg, en Brooklyn. Yo tenía diez años.

Nosotros éramos los primeros de habla hispana en llegar al lugar, y nos acomodamos fácilmente en aquella vecindad cultural. Comenzamos a aprender algo de italiano, algunas palabras en griego y polaco, mucho Idish, sin perder nuestro acento en inglés.

La primera vez que oí la expresión: “Ya viene Shabat”, fue cuando el Sr. Rosenthal rechazó abrir su tienda de alimentos en la avenida Bedford. El Sr. Rosenthal estuvo detrás de la puerta cerrada, de brazos cruzados; mirando a través del vidrio mientras una nevada y la oscuridad comenzaron a caer un viernes por la tarde.

“Ya cerramos”, dijo el Sr. Rosenthal sacudiendo su cabeza, “¿No ves que ya viene Shabat? Vete a casa”.

Yo pensé que Shabat era la palabra judía para la nieve. Mi percepción errada del Shabat no duró mucho, ya que la cultura dominante del área era evidente; los gentiles eran la minoría.

Como Shabat venía cada semana y la tradición judía llenaba la vida de la vecindad, me di cuenta de cómo tantas actividades humanas, generalmente normales en día de semana, cesaban, y un silencio palpable, una tranquilidad, caía sobre todos nosotros.

Entonces las familias con alguna necesidad urgente en Shabat enviaban a alguien para “traer el encargo lo más rápido posible”. Ese era yo, dejé de ser anónimo y me hice llamar Yossel, o Yossele.

Así comenzó mi vida como “Goy de Shabat”, haciendo tareas para mis vecinos los viernes por la noche y los sábados: prendiendo las estufas, haciendo mandados, consiguiendo recetas médicas, prendiendo o apagando luces, limpiando la nieve y el hielo de aceras. Haciendo todo lo que le era prohibido al judío hacer en Shabat, por su religión.

Las tardes del viernes eran especiales. Yo caminaba de la escuela, asaltado por el rico aroma que emanaba de las cocinas judías, que preparaban menú especial de Shabat.

Yo había logrado “clientes” estables, de familias judías que dependían de mí. Las calderas, en particular, demandaban una atención permanente durante los inviernos helados de Brooklyn. Me emociono recordando los vientos fríos que soplaban. Las ansias subían a medida que pensaba en las comidas caseras calientes que yo traería a casa esa noche después que mis rondas de Shabat terminaran. Gracias a mí, toda mi familia se había convertido en adicta a la pastelería judía.

Yo, todavía soy adicto a la torta marmolada, la jalvá y las cremas de huevo. Recuerdo como si fuera ayer cómo descubrí que los judíos eran las personas más inteligentes en el mundo.

En nuestra casa a todos nos gustaban los extremos de los panes y, para mantener la paz, mi padre decidía quién los obtendría. Una noche de invierno fui recompensado con un pedazo caliente de jalá de Shabat.

¡Me di cuenta de algo genial! ¿Quién podría haber inventado un pan que tuviera finales por todas partes y alcanzara para cada uno de los integrantes de una familia numerosa?

Había un aspecto “internacional” en mis años de adolescente en Williamsburg. La familia Sternberg tenía dos hijos que lucharon en la Brigada Abraham Lincoln en España. Ellos nos hechizaban con cuentos de aventuras que pasaron en la Guerra Civil. Estos veteranos de guerra, de 20 años de edad, nos mostraron una forma de pensar, que incluía ideas humanas como: “De cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad”.

En retrospectiva, esta exposición inocente a una filosofía diferente fue el punto de partida que incorporaría el concepto de Tzedaká en mi guía personal al mundo.

En la época que más tarde llamarían la Gran Depresión, un níquel era mucho dinero y su poder económico podía comprar una nueva Spaldeen, nombre local que dábamos a una pelota de goma rosada que en ese entonces era producida por la Empresa Spalding. La famosa Spaldeen era crucial en nuestros juegos infinitos de la calle: pegarle con un palo como en el béisbol, con la mano contra la pared o simplemente con los pies.

Mi ocupación como Goy de Shabat llegó a su fin luego de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. Me retiré del Colegio de Brooklyn y me uní al ejército estadounidense. En junio de 1944, el cuerpo aéreo del ejército me mandó a casa después de volar sesenta misiones sobre Italia y los Balcanes.

Yo estaba abrumado al enterarme de que varios de mis amigos judíos habían puesto un lugar para mí en sus mesas cada Shabat a lo largo de mi ausencia, e incluyéndome en sus rezos. ¡Qué mitzvot! Mi regreso a casa fue acompañado por invitaciones a cenar.

Yo había aprendido el significado de la amistad, la lealtad, el honor y el respeto. A medida que mi vida se desarrolló, la naturaleza de asociación que había tenido con las familias judías durante mis años de formación se hizo más clara. Descubrí la obediencia sin el servilismo. Y la preocupación por todos los seres vivos se había hecho tan natural en mi vida como la respiración. El valor de una ética de trabajo fuerte, con dedicación y sentido se hizo manifiesto.

El amor por el estudio floreció y comencé a fijar metas más altas para el desarrollo de mis habilidades y objetivos de actividades y sueños. Mi escuela judía había sido la vecindad. Aprendí cosas, las absorbí por haber hecho siempre una pregunta curiosa, y a través de lo que los educadores llaman “el estudio incidental” en el crisol de Williamsburg previo a la Segunda Guerra Mundial.

En estos años de vejez, cuando de vez en cuando le dicen a mi esposa: “Tu marido es un hombre divertido”, soy consciente que mi humor tiene sus raíces en el teatro Idish de la Segunda Avenida, los comediantes judíos en los hoteles de verano, y sus imitadores. Jugué ajedrez y frontón, aprendí a practicar la esgrima, a escuchar a Rimsky Korsakov, comí castañas tostadas, leí a Maimónides y estudié también a Saúl Alinsky.

Estoy agradecido por haber tenido la oportunidad de ser un “Goy de Shabat”.