sorjuana

BECKY RUBINSTEIN F.

Una vez más entra en escena Sor Juana, la Décima Musa, la de Amecameca y sus legendarios volcanes, el Popo y el Ixtla. Sonríe y se excusa de su tope pluma y de sus borrones entregados a la prensa, porque en verdad –afirma seria y tratando de aparentar sosiego-, “nunca ha escrito sino violentada y forzada y sólo por dar gusto a otros; no sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia, porque nunca he juzgado de mí que tenga el caudal de letras e ingenio que pide la obligación de quien escribe”. ¿Qué entendimiento tengo yo, que estudio, qué materiales ni que noticias para eso, sino cuatro bachillerías superficiales? … Yo no estudio para escribir ni menos para enseñar (que fuera en mi desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos.

A pesar del respeto que nos merecen sus hábitos, a pesar de su trayectoria de religiosa a toda prueba, a pesar de los empeños de mujer, sentimos disentir con la monja jerónima. A temprana edad, cuando otros se daban a las travesuras y al juego, la pequeña Juana se valió de engaños para que la maestra le diera lección. Más tarde, afecta a comer queso, se abstenía de hacerlo porque –de acuerdo a sus palabras- oyó decir que el comerlo, aminoraba la inteligencia, y mayor era su deseo de saber que el de comer.

Incluso, como en las novelas de capa y espada, pensó mudar sus ropas femeninas para aparentar lo que no era y hacer justicia a la mujer para la que no había lugar en la real y Pontificia Universidad de la Ciudad de México, lo que no aminoró su deseo de aprender, de leer los libros varios de su abuelo, sin que bastasen castigos ni prohibición. Hasta llegó a cortar sus cabellos –prenda invaluable- si acaso no aprendía la lección: “que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos la cabeza que estaba tan desnuda de noticia, que era más apetecible adorno”, y así lo plasmó en uno de sus más logrados poemas: “Yo no estimo tesoros ni riquezas/ y así siempre me causa más contento/ poner riquezas en mi pensamiento/ que no mi pensamiento en las riquezas”.

No fueron pocos los esfuerzos de la monja jerónima ene el camino de hacerse de “oros espirituales en contraposición a los extraídos por los gambusinos bajo tierra, los que se despilfarran sin menor provecho. En cuerpo y alma – a pesar de sus hábitos, de su clausura- dedicó su tiempo a la estudiosa tarea de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestros que sus libros. Y cuán difícil le habrá resultado estudiar “en caracteres sin alma”, careciendo de la voz viva del maestro, sufriendo gustosa –según sus propias palabras- por amor a las letras, fuerza de su inclinación.
La monja se excusa, pronto saldrá de escena: ha llegado la hora de maitines y las monjas de seguro echarán de menos su presencia. La aguardan los quehaceres de la cocina: preparar el chocolate, batirlo hasta el extenúo; aderezar dulces y confites al gusto de la virreina y de su séquito de damas. Pronto aparecerán en el convento. Vendrán a felicitar a Sor Juana por motivo del aniversario de su natalicio un 12 de noviembre…

Observamos nuestro calendario: 12 de noviembre, “Día del Libro” en nuestro país. ¿Mera casualidad? No, simplemente un acto de justicia. ¿Qué diría, la monja escribana, de enterarse? De seguro censuraría nuestro desatino, nuestros excesos al sobrevalorarla. Disentiríamos con ella; aplaudiríamos la acertada decisión de recordar en un mismo día al libro y a sor Juana, una de las más insignes escritoras de nuestro México, amén de entusiasta lectora, según sus propias palabras.