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Enlace Judío México | Nombre, apellido y rostro de decenas de víctimas en un libro de Caroline Moorehead

ANDREA BLANQUÉ

Resistencia francesa al nazismo

Han corrido cataratas de tinta y metros de celuloide, se ha discutido en abundancia sobre la Resistencia Francesa. Si fueron leyenda -recurso de un pueblo para no asfixiarse en la culpa- o realidad histórica irrefutable. La memoria de los pueblos prefiere a los héroes y no a los verdugos de segunda, sobre todo si estos últimos no tienen cara, ni nombre y apellido.

Aunque hubo personajes siniestros que fueron juzgados -Pétain en prisión perpetua, el inspector jefe y torturador Fernand David ejecutado-, la mayoría de los que ayudaron a los invasores alemanes siguieron viviendo tranquilamente en Francia.

Charlotte Delbo, una de las mujeres enviadas a “Nacht und Nebel”, (la forma nazi de denominar a los desaparecidos), fue una de las pocas sobrevivientes del tren de las mujeres que partió el 24 de enero de 1943. Enviadas secretamente a los campos nazis, escabullidas en la nada, y efectivamente internadas en Auschwitz, Ravensbrück y Mauthausen, (macabramente célebres), tuvieron entre ellas una que logró sobrevivir y se convirtió en escritora. Una vez más, el lager fue la semilla de la escritura.

Delbo relató que, luego de finalizada la guerra, se topó en la calle con el agente francés colaboracionista que la había detenido. El hombre le dio la mano y le sonrió. Charlotte giró la espalda, luego supo que ese hombre también se consideraba “resistente”, porque al final de la guerra había combatido contra los alemanes.

A esa masa de franceses a quienes se les llamó “colaboracionistas” -aquellos que delataban a sus compatriotas sabiendo que les esperaba en manos de la Gestapo y de las SS la tortura y la muerte- se les dio impunidad. De Gaulle creyó que meter a Francia en una espiral de juicios y ejecuciones no era conveniente en momentos en que tanto los alemanes como los propios aliados con sus bombas habían dejado Francia arrasada.

Quizás De Gaulle recogió un sentimiento colectivo. Cuando un hombre sobreviviente de Mauthausen llevó un libro sobre el horror de este campo, del cual había sido testigo y víctima, el editor le gritó: “¡Basta de cadáveres!”. Mauthausen había sido clasificado en 1941 en grado III por Heydrich y Himmler: por su grado de dureza, los ideólogos del exterminio lo colocaron en el peor escalón. Solas en el mundo.

Sin embargo, pocos deseaban escuchar a los sobrevivientes: ni sus propias familias. Al principio los amigos preguntaban, pero cuando la víctima empezaba a hablar cambiaban de tema. Una de las presas del Convoy 31.000 que volvió, (de las 230 resistentes deportadas solo quedaron vivas 49) se topó con un hombre que le dijo que era imposible que lo que ella contaba fuera cierto, porque si no, no tendría tan buena salud.

El hombre, como tantos, no contaba con que ya había pasado tiempo y que el cuerpo humano intenta recuperarse y ganar kilos, si come. Las presas francesas, cuando se produjo la liberación de los campos, oscilaban entre los 23 y los 35 kilos. Tuvieron problemas de salud toda la vida. Una debió operarse 17 veces a raíz de un absceso infectado que las amigas le operaron urgentemente sin anestesia para que pasara la selección y no terminara en la cámara de gas.

En los campos nazis se corroían los cuerpos de las presas. Pero, sobre todo, quedaron “gangrenadas” espiritualmente. Los problemas psíquicos proliferaron: aullidos en mitad de la noche durante años, pesadillas espeluznantes que ya habían padecido en Auschwitz (una soñaba que un caballo se le acercaba y ella lo devoraba a dentelladas y otras, en cambio, soñaban con los perros de las guardianas SS que venían a morderlas).

Hubo también quiebres de familia. Muchas eran jóvenes y viudas, y las que tuvieron bebés en la posguerra no siempre los pudieron criar por padecer depresión crónica. O, al crecer los hijos, estos no podían sobrellevar la pesada carga de sus madres. Hubo suicidios. No solo los escritores sobrevivientes famosos como Primo Levi, Paul Celan y Bruno Bettelheim se suicidaron. Varias de estas resistentes lo hicieron, a veces presas de la culpa por haber sobrevivido -y tantas amigas no-, a veces como integrantes de un mundo aparte donde habían quedado para siempre. Territorio de la memoria en que habían conocido el mal radical y de cuyas fronteras no podían salir.

Charlotte Delbo, la mujer que se dedicó toda la vida a escribir poemas, obras de teatro y testimonios sobre su experiencia fatal, antes de la guerra había sido la mano derecha de Louis Jouvet, pero al volver de la deportación, no lograba leer libros. Había pasado todo su cautiverio, desde la prisión francesa de Romainville hasta el campo de Ravensbrück, recitando para las demás prisioneras fragmentos de los clásicos franceses, o cambiando pan por un insólito libro de Moliére que había aparecido en el campo, o inventando funciones de marionetas para los niños que llegaban en trenes, solos y perdidos, después de la evacuación de los lagers del Este. Montó varias obras de teatro actuadas por las presas, con vestuario creado creativamente a partir de despojos que aparecían en el barro.

Los espectáculos no solo ayudaban a las prisioneras a sobrevivir -conservando su humanidad- sino que también los guardias se plantaban allí a mirar y a entretenerse. Como en Terezin, donde los presos crearon equipos de fútbol, y también los guardias asistieron a los partidos y gritaron gol.

A Charlotte la invasión la había sorprendido en Buenos Aires, donde se encontraba acompañando a Jouvet. Pero ella, con su disciplina comunista, retornó a Francia a participar en la Resistencia, no quería dejar a sus compañeros solos. Dejó el mundo del arte por el de la libertad a un precio muy alto: cuando regresó con vida de la tierra de los muertos, todos los libros le parecían banales. Además de padecer de problemas de concentración, ya que los recuerdos llenaban sus horas. Completar la memoria.

El volumen de Caroline Moorehead publicado por Circe, Un tren en invierno, insiste en el concepto de que la inmensa mayoría de las víctimas de la Resistencia había elegido su destino. Solo algunas de las mujeres del Convoy 31.000 estaban allí por azar. Por ejemplo, por ser hermana de un conserje que ayudaba a esconder resistentes.

La autora da los porcentajes de los motivos por los que un francés había denunciado a otro: por cobrar una recompensa, por anticomunismo o antisemitismo virulento, o simplemente por una enemistad entre vecinos.

Las mujeres francesas sabían que al participar en la Resistencia podían ser víctimas de palizas y torturas diversas. Y que podían morir. Pero ignoraban la existencia de Auschwitz.

Allí estarían más de dos años prisioneras padeciendo hambre, sed y dolor, y serían testigos de la desgarradora muerte de sus compañeras. Primero fue la muerte de sus novios, sus hijos, sus maridos: en las prisiones francesas, donde estuvieron confinadas en un principio, les constaba cuando un camión partía lleno de hombres para el fusilamiento. Cantaban la Marsellesa. Sabían que a los hombres de peso en la organización se los guillotinaba. Cuando les permitían despedirse del marido, apenas reconocían el rostro deformado por la tortura.

Pero todas habían sido conscientes de que ello era posible y casi seguro. Se decía que un resistente duraba vivo seis meses. La mayoría de las mujeres de la Resistencia en un principio no participaron de la lucha armada, pero eran imprescindibles para la red: sirvieron para crear y repartir octavillas, periódicos clandestinos, trasladar dinero. Eran enlaces, creaban escondrijos en sus sótanos para proteger prófugos y armas, estaban involucradas en el salvamento de judíos, y eran especialistas en el rol de passeurs, guías que a través de los campos llevaban gente que huía, ayudándolos a cruzar la línea de demarcación para esconderlos en la llamada zona “Libre” o para pasar a España.

Sabían que, a diferencia de los judíos, ellas habían podido elegir, lo cual cambiaba radicalmente la mirada frente al peligro y la muerte. Muchas tenían hijos pequeños: se las arreglaron para dejarlos con familias en sitios seguros, pero algunas adolescentes fueron deportadas con sus madres.

Los alemanes en Francia se vanagloriaban de dar a las mujeres un tratamiento distinto y de que no eran ejecutadas. Utilizaron la mano solícita de la gendarmería francesa, que tomaba iniciativas, fuera por su odio a los “indeseables” o por quedar bien parados frente a sus jefes alemanes.

Sin embargo, la crueldad de los verdugos alemanes no fue menor con estas víctimas, que eran mujeres de todas las edades, desde liceales de 16 años pasando por señoras de más de 60 -matronas, propietarias de un bar donde se escondían los prófugos-, campesinas que enviaban comida a los escondidos. Además, había una gama de jóvenes y fuertes mujeres profesionales: médicas, dentistas, intérpretes, secretarias, maestras, etc. Muchas eran pareja de hombres que habían sido ejecutados o a quienes se los buscaba con fervor.

La táctica de hacer “desaparecer” a los presos, sin que nadie supiera más de ellos, sin una postal ni el dato de que un campo de trabajo en Alemania -donde habían quedado cientos de miles de soldados franceses prisioneros-, dejaba a las familias en un estado de perplejidad total. La estrategia de “Noche y Niebla” fue creada en Berlín por las cabezas nazis y aplicada en Francia para sustituir las grandes represalias -ejecuciones en masa-que estaban causando un gran malestar a la población civil. Cuando empezaron los atentados contra oficiales alemanes por parte de la Resistencia -pocos y fallidos- la respuesta fue totalmente desproporcionada: se fusilaba a decenas de franceses comunistas, sindicalistas, intelectuales opositores. Todo el mundo se enteraba y era un shock. Por eso, hacerlos desaparecer en el misterio del Este resultó “ideal”.

En 1942 la radio de Londres comenzó a informar la existencia de las cámaras de gas, pero la gente no llegaba a creerlo, porque para el ser humano normal iba contra su naturaleza, y porque desechando el rumor se mantenía la luz de esperanza de que sus familiares volvieran.

Ellas también.

Moorehead señala que cuando la guerra terminó, el término resistente se mimetizó con el héroe joven, (hombre) escondido entre los matorrales, con una ametralladora en la mano o haciendo volar trenes. De esa forma fueron borradas de la memoria colectiva las mujeres de la Resistencia, que sin embargo fueron muy útiles en la organización brindando infraestructura y jugándose la vida constantemente.

La autora, si bien reconoce que hubo más colaboracionistas que resistentes, parte del supuesto -después de su larga investigación, y de sus entrevistas a las víctimas del convoy que aún quedaban con vida en el 2008 (más las entrevistas a sus hijos, sobrinos y nietos)-, que para que un movimiento de tal naturaleza haya sido viable en una Francia plagada de alemanes y espías, hubo una red de ayuda enorme. Aquí cabe al lector preguntarse qué es un resistente: hay una larga cadena entre el que dispara al vagón de primera clase del metro (donde viajan los oficiales alemanes), el que pega carteles en la calle denunciando al nazi, el que esconde un judío en el armario durante la gran redada del Velódromo, el que permite que en su granja haya trasiego de animales y alimentos, o aquel que, simplemente, no delata. El que conocía movimientos de la Resistencia sin participar activamente en ella, era un eslabón, y también podía caer preso si ello se comprobaba.

En los campos nazis, las francesas recibieron sorpresa tras sorpresa. Si bien no fueron directamente gaseadas, vieron un espectáculo diverso de crueldad: muchas murieron por tortura, latigazos, o porque al enfermarse eran conducidas a las cámaras, previo paso por el pabellón de enfermos. Pero la norma era la muerte lenta: no comer, no beber agua, vivir sobre excrementos, soportar el pase de lista durante cuatro horas en la nieve -mientras los pies se congelaban -trabajar cavando zanjas o llenándolas de piedras, desagotar pantanos, pasar enormes rodillos para construir un camino, subir decenas de cadáveres tirados a camiones: todo era una forma de exterminio.

Un tren en invierno señala al lector que la solidaridad, la amistad y el espíritu de grupo lograron atenuar el sufrimiento. Las resistentes ya se conocían y querían en la prisión francesa, pero en el tren que las llevó a Auschwitz (al bajar a la rampa lo hicieron cantando La Marsellesa), en el barracón de cuarentena, en los pases de lista, en los trabajos esclavos, entendieron que ese amor que se tenían entre todas podía ayudarlas a sobrevivir. Esa interdependencia hacía que compartieran la comida, que las que trabajaban en “Canadá” (surrealista nombre de la barraca donde estaban acumuladas las pertenencias de las víctimas, tomado de la idea de que Canadá era la tierra de la abundancia), aquellas presas que clasificaban ropa para enviar a la bombardeada Alemania se jugaran la vida metiéndose suéteres de lana debajo de los uniformes para llevarlos a las compañeras que sufrían.

A las resistentes también las tatuaron, las raparon, y les pusieron el triángulo rojo de los prisioneros políticos más una F. Si había una judía entre ellas (y había unas cuantas), todas la protegían para que jamás se descubriese. También escondían a las más débiles y enfermas en los escondrijos para que se salvaran de la temible selección.

Cada vez que moría una, en un goteo implacable, era un duelo para todas. La muerte llegaba por sorpresa. Ni las que habían sido elegidas por los SS para trabajar en puestos privilegiados, como la dentista, se salvaban del tifus, aunque comieran mejor y no trabajaran a la intemperie.

Uno de los hallazgos de este libro es que pone nombre, apellido y rostro a decenas de las víctimas, hayan sobrevivido o no. Recuerda cómo murieron, cuáles fueron sus palabras de despedida, y también, en la primera parte del libro, qué hicieron cuando eran seres humanos libres que, en Francia, se enfrentaban como David al Goliat del Nazismo.

Fuente:cciu.org.uy