AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Es la última muestra de una lista bastante larga. Por el momento. Aunque la singularidad de la falsa Misha DeFonseca(su nombre verdadero es Monique De Wael) reside en que ha sido condenada judicialmente a indemnizar a su editor. Misha-Monique (nacida en Bélgica en 1937) se hizo famosa en 1997 con la publicación de su autobiografía (“Misha. Una memoria del Holocausto”), traducida a 18 idiomas. 

Cartel de la película dirigida por Véra Belmont, basada en el libro de Misha De Fonseca.

En el libro se cuenta la terrorífica historia de una niña de cuatro años entregada -poco antes de ser arrestados por los nazis- por sus padres (una pareja judeobelga) a una familia católica. La pobre Misha, harta de que la maltraten sus padres suplentes, decide caminar 5.000 kilómetros mientras contempla los estragos que causa en Europa la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, llega hasta Ucrania sana y salva. La niñita puede con todo: se alimenta de carne cruda siguiendo las enseñanzas de una manada de lobos, entra y sale cuando le apetece del gueto de Varsovia e incluso mata a un soldado alemán que pretendía violarla.

La realidad no inventada es que Monique era huérfana de padres católicos asesinados por los nazis en Bélgica cuando ella tenía siete años. Después continuó viviendo en la misma casa y asistiendo al mismo colegio, ahora adoptada por sus tíos. Fue en los años 80, emigrada a los Estados Unidos, cuando Monique alucina y se inviste de una identidad judía apócrifa hasta llegar a su gran éxito editorial, que recibió numerosos parabienes, entre otros los de la Fundación del Lobo en América del Norte y del superviviente de la Shoah y premio Nobel de la Paz Elie Wiesel. En 2014 la falsa Misha ha sido condenada por un tribunal de Massachusetts, en concepto de indemnización por daños y perjuicios, a pagar el equivalente de 16,4 millones de euros a la editorial Mt. Ivy Press.

La extraña pulsión de fabular sobre la catástrofe del Holocausto (o sobre las tragedias paralelas a la Shoah) también ha tenido sus cultivadores entre nosotros. Hace unos años, todos los medios difundieron el fraude cometido por Enric Marco, presidente de la asociación “Amical de Mauthausen”, una supuesta víctima del terror nazi que durante treinta años recorrió gran parte de la geografía española y europea relatando sus traumáticas experiencias en el campo de concentración de Flössenburg. Sin embargo, Marco jamás estuvo internado en ese campo ni fue un resistente torturado por la Gestapo.

La realidad es que Enric  perteneció a una brigada de trabajadores voluntarios enviada por Franco a Alemania durante la guerra mundial y su relación con los campos de exterminio nazis, en los que pereció la mayoría de los 11.500 republicanos españoles deportados por la Gestapo desde Francia o por el régimen títere de Vichy, sólo fue un producto de su fantasía literaria. La impostura de Marco, surgida en los años 70 del siglo pasado, convenció a casi todos, incluida la CNT, de la que el imaginativo impostor fue secretario general, y también a la asociación catalana de padres de alumnos que él dirigió, a la Generalitat que le honró por su presunto coraje, y a las asociaciones que preservan la memoria legítima de las víctimas del nazismo. Enric Marco era, al parecer, un perfecto desconocido incluso para su propia familia, un fabuloso memorialista al que Mario Vargas Llosa, en un artículo periodístico, llegó a dar la bienvenida al club de los grandes novelistas.

Imagen de Jerzy Kosinski tomada en 1969. / Wikipedia
Imagen de Jerzy Kosinski tomada en 1969. / Wikipedia

Enric Marco y Monique De Wael han tenido maestros consumados  en el arte que les encumbró a las cimas de la fama literaria y les empujó a la galería de los héroes públicos de nuestro tiempo. Dentro del mundo judío, las suplantaciones o mistificaciones han sido relativamente frecuentes y es probable que algunos embusteros vivan todavía con la careta puesta ocultando su verdadero rostro (o hayan fallecido sin ser descubiertos). Quizás el primer caso de la serie lo protagonizó Jerzy Kosinski. Jerzy era un niño judío que pasó los años de la Segunda Guerra vagabundeando por su Polonia natal.

 

Su triste peripecia –continuas palizas propinadas por campesinos polacos y violaciones cometidas contra su frágil persona por los aldeanos a los que pedía ayuda en medio de su desamparo, y un largo etcétera hasta la redención personal y su reincorporación a la sociedad civilizada- es el objeto de su narración autobiográfica “The Painted Bird” (Nueva York, 1965). Todo iba muy bien –Kosinski se convirtió en el símbolo de la Shoah (justo en el momento en que comenzaba a hablarse abiertamente del Holocausto) y “The Painted Bird” era lectura obligada en numerosas universidades y centros de la Memoria, que aclamaron el “best-seller” de Kosinski como un hito literario del genocidio cometido contra el pueblo judío- hasta que, en 1982, dos periodistas norteamericanos revelaron la verdad de los hechos: Jerzy no sólo había permanecido durante toda la guerra con sus padres; además la familia Kosinski había sido protegida por unos campesinos polacos que arriesgaron sus vidas al esconder a sus incómodos huéspedes. Jerzy acabaría confesando (a medias) sus mentiras y limpió con bastante  entereza su nombre.

Poco tiempo después puso fin a su vida. Sin embargo, cuando se descubrió la verdad, no todos estuvieron dispuestos a admitirla. Incluso algunas instituciones y diversos medios que le habían premiado, como el New York Times, le defendieron en su calidad de doble víctima, primero de los nazis y ahora de una conspiración comunista (John Corry, “A Case History: 17 Years of Ideological Attack on a Cultural Target”, New York Times, 7 de noviembre de 1982). Los manejos de Kosinski y las peripecias de su ficción fueron objeto de burla, muchos años después, por Norman Finkelstein.

Benjamin Wilkomirski. / Metapedia

Un ejemplo posterior   (“Fragments”, Nueva York, 1996) es la narración también autobiográfica de otro niño judío (supuesto en esta ocasión), Binjamin Wilkomirski, que, como Kosinski, deambula solitario por el paisaje del horror nazi en busca de asilo. Al fin lo encuentra en un orfanato –al que llega en estado de mudez por el sufrimiento inferido por los alemanes- descubriendo entonces un dato esencial que hasta ese momento milagroso ignoraba: el niño Wilkormiski es de raza judía. A partir de esta revelación su aventura continúa en un “crescendo” angustioso y sin final previsible a la vista: Binjamin es el juguete de unos sádicos hambrientos de violencia en una orgía continua que, desde varios campos de concentración alemanes, concluye (eso creía el niño) al ser acogido por una familia suiza en cuyo hogar le esperan nuevas torturas. Su madre biológica le habla durante el sueño…pero, mucho tiempo después, convertido ya en una figura estelar de la televisión, en el protagonista de numerosos seminarios y congresos sobre el Holocausto, su madre, digo, no le puede defender del desastre (auténtico): Raul Hilberg y otros historiadores investigan y desvelan un fraude que termina publicándose en la prensa (New Yorker, “Robar el Holocausto”, 1999). El supuesto huerfanito Binjamin Wilkomirski, cuyo verdadero nombre eraBruno Doessekker, había pasado tranquilamente toda la guerra en Suiza, tenía la nacionalidad de este país y era tan judío como el mariscal Goering. El gran Israel Gutman, ex-prisionero en Auschwitz y director entonces del Yad Vashem, la institución israelí encargada de la memoria de las víctimas del Holocausto que había honrado al impostor, reaccionó ante el “caso Wilkomirski” de forma muy parecida a como lo había hecho el Times en el affaire Kosinski: “no tiene tanta importancia porque su dolor es auténtico”, dijo Gutman, aunque Wilkomirski sintiera su dolor en un confortable chalet alpino.

Yosef Hayim Yerushalmi (“Clio and the Jews” y “Zajor”) es uno de los pensadores que con mayor nitidez ha deslindado los conceptos no siempre pacíficos y conciliables de la Memoria y la Historia, siguiendo la estela de su maestro Salo Baron, el gran historiador del judaísmo, al que sucedió en la Universidad de Columbia. Lo mismo puede decirse, respecto a la citada tensión Historia-Memoria, del historiador franco-italiano Enzo Traverso o, entre nosotros, del también historiador José Álvarez Junco. Poco puedo añadir yo, salvo confesar que, aparte de en la Historia, creo también en la Memoria y pienso que sin ella los seres humanos no somos nada. Si bien, tal como yo la entiendo, la Memoria puede ser una humilde vacuna contra los excesos de hospitalidad que de manera duradera han acogido tantas y tan pías mentiras como las antes reseñadas.

La Memoria, ya lo he dicho, es un bien necesario para los individuos de la especie humana. Igual que la Memoria colectiva es imprescindible para las sociedades en las que aquéllos se integran. Sin embargo, si no tenemos cuidado, la Memoria puede ser un artefacto dañino en su “faceta pública”. Si los derechos políticos y civiles de los miembros de un grupo cualquiera son reconocidos en pie de igualdad por el Estado, esas personas adquieren la misma individualidad que el resto de los ciudadanos. La Memoria pública del grupo no añade nada al estatuto ciudadano de sus miembros, aunque el grupo sea libre de identificarse “desde dentro” siempre que no pretenda imponer universalmente su identidad colectiva más allá de su círculo. Los valores políticos que, como ciudadanos, deben memorizar entonces los miembros del grupo son los que emanan de la ley democrática: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo ideológico. El resto de la memoria colectiva pertenece sobre todo al ámbito privado de los ciudadanos: la vida íntima de la familia o el devenir interno de la comunidad religiosa y/o cultural, un plano en el que resultan enteramente legítimas la preservación y transmisión espontáneas de la Memoria. Sin embargo, en su relación pública con el mundo exterior, la voluntad de recordar se vuelve más problemática. La memoria colectiva –y la “contramemoria” que genera en la reacción del oponente- pueden terminar por desnaturalizarse en un “plus valorativo”, en un argumento democráticamente inaceptable como portador de supuestas verdades, aunque extremadamente rentable en su utilidad como arma en el combate político. Los nacionalismos de la hasta hace no mucho denominada “España plural” son los decanos de esta profesión tan lucrativa y sus “empresas políticas” deberían registrase, para mejor brillo de la marca, en el censo de actividades industriales y pagar los impuestos correspondientes.

La alternativa, al menos una de ellas, a la Memoria histórica no debe ser necesariamente el sueño del olvido sino una determinada idea de justicia ligada a los recuerdos de la dignidad, los sufrimientos y los logros del individuo, de la significación de su pasado real y de sus vínculos con la comunidad a la que pertenece, unos recuerdos que protejan y desarrollen los valores democráticos del presente. Tan deleznable resulta la Memoria histórica si es instrumentalizada al servicio de una instancia de poder, como llega a serlo el imposible y antihumano suicidio de la memoria y de las palabras que la evocan que postulan los enemigos del recuerdo ajeno. Necesitamos, no una apologética de la memoria, sino más bien la pedagogía de un nuevo silencio militante al viejo estilo socrático, más acuciado por las preguntas de nuestros interlocutores que por las respuestas solemnes de nuestros padres.

¿Pero -podría objetarse- qué tienen que ver unos mentirosos compulsivos y aparentemente anecdóticos como Monique de Wael, Enric Marco o Jerzy Kosinsky con las reflexiones precedentes sobre la memoria histórica? Bastante, en mi modesta opinión, porque el “caso Marco” o el “caso Kosinski” no son exclusivamente una anécdota. Un “caso”, precisamente por esta circunstancia de ser un “caso”, es la manifestación o el síntoma de una dolencia social oculta. Esos falsarios utilizaron en sus mentiras un “lenguaje público” previamente acuñado,  según el cual las víctimas (el pueblo, la nación, la comunidad…) constituyen un ente colectivo con pocas referencias individuales (salvo la del héroe narrador, que aglutina, representa y justifica a todos los miembros del grupo). La realidad individual desaparece en beneficio de una abstracción: la Gran Realidad colectiva. Enric Marco fue un “vivo”, mientras que las víctimas reales morían todos los días a la espera de la muerte anunciada y dilatada por un verdugo que no soportaba su insolencia moral, su dignidad cotidiana y su rebeldía ante la opresión. Pero este último apartado puede y debe contrastarse con las pruebas disponibles hasta llegar a ser una verdad histórica.

Enric, Jerzy y Monique no son únicamente disonancias casuales y delictivas que se burlan de una supuesta verdad absoluta. Engañaron a muchas instituciones de la Memoria, que a su vez se engañaron a sí mismas predicando que las víctimas siempre tienen razón. Pero no contaron con la venganza de la Historia, una musa que busca la verdad dando por descontados, llegado el caso, sus limitaciones y el carácter provisional de su empeño.  Aún así, la verdad histórica es mucho más fuerte que los narcisismos de la identidad y las hipnosis colectivas. Por esa razón el exterminio de los judíos europeos -la Shoah– es mucho más que una memoria subjetiva, manchada o no por las ficciones o los intereses de algunos. Es una verdad histórica escalofriante.

Fiuente: Cuarto Poder

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