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ESTHER CHARABATI

Cuántas veces nos hemos encontrado ante una disyuntiva de la que, sin duda, depende nuestro futuro. Los riesgos que supone la nueva opción nos intimidan; la inmovilidad que implica no aventurarse nos entristece. Y aunque en momentos de desesperación puedo creer que, si no me la juego, mi vida será insoportable, ¿de dónde saco el valor para romper con una historia que por lo menos me es familiar? ¿Cómo sobrellevar las pérdidas que esto implica? Violar las normas sociales, abandonar la casa paterna, dar un giro en el terreno sentimental, cambiar de oficio y empezar de cero, son algunos de los proyectos que generan angustia y pueden paralizarnos. No sabemos cómo seguir adelante: tenemos miedo a vivir. Un miedo paradójico, pues la renuncia a la existencia nos conduce a otro miedo aún peor, el miedo a morir. En realidad, las situaciones mencionadas nos hacen oscilar entre los extremos de un mismo sentimiento: el miedo a vivir y el miedo a no vivir (plenamente).

Entre los diversos tipos de miedo que Agnès Heller clasifica en su Teoría de los Sentimientos estan el miedo a los peligros que encierra el futuro, miedo a equivocarnos, miedo a Dios y a la muerte. El que nos ocupa es el miedo que se refiere a la incertidumbre de los resultados y que nos empuja a decir: “No me atrevo”.

¿Qué es lo que nos asusta? Tal vez expresar la energía vital que hay en nosotros y que no se conforma con la existencia disminuida que le ofrecemos, o la sensación de no poseer la suficiente fortaleza para llegar hasta el fin de la empresa que nos proponemos. Quizá sea la idea de estar solos en la aventura, sin la bendición de los padres, o el intercambio de certezas por incertidumbres (bien dicen que más vale malo por conocido…). O saber que al elegir una opción, estamos renunciando a las otras.

Es cierto que el miedo cumple una función protectora (ciertos miedos nos salvan la vida o garantizan nuestra salud mental), pero nuestras habilidades para distinguir peligros reales e imaginarios son escasas. Como el miedo a la vida es en realidad una anticipación, los ingredientes con los que cocinamos nuestros temores suelen ser producto de la imaginación, más que una consecuencia lógica de los hechos. Por ello, una vida dedicada a eludir riesgos es una especie de prisión que nos brinda una ilusión de seguridad. Pero la vida en la cárcel supone una existencia disminuida: reprimiendo nuestros deseos nos resignamos y nos damos cada vez menos. Y una voluntad anoréxica adelgaza, enferma y acaba desapareciendo.