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IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Cuando España reconquistó el último bastión musulmán -Granada- en el territorio peninsular en 1492, se dio a la tarea de unificar religiosamente los dominios de las coronas de Castilla y Aragón. Ello significó la prohibición de la presencia de judíos y musulmanes en este Imperio. Por ello, los judíos fueron obligados a exiliarse o convertirse. Si bien la mayoría optó por el exilio, un importante grupo optó por la conversión.

No era un fenómeno nuevo: apenas un siglo atrás, una gran cantidad de conversiones forzadas se habían llevado a cabo en el marco de las criminales persecuciones de 1391.

Por ello, para cuando estos judíos de 1492 optaron por integrarse al Catolicismo, la Iglesia ya tenía cerca de un siglo lidiando con un problema que no se había imaginado: los judeo-conversos.

Parece irreal, pero las conversiones de judíos no resolvieron las inquietudes de la Corona respecto a la unificación religiosa del reino. Por el contrario: crearon una nueva casta social y, en la práctica, algo que incluso podría definirse como una nueva religiosidad (que no religión), y es que muchos de los conversos de 1391, al haberse convertido por la fuerza y no por convicción propia, siguieron practicando el Judaísmo en secreto, e incluso sin problemas porque todavía existían amplias comunidades judías en la Península Ibérica.

Por ello, la Corona Española solicitó la anuencia papal para fundar un Tribunal de Santo Oficio (Inquisición) propio, y la autorización por fin llegó en 1478, se dio inicio a un severo e intransigente trabajo de fiscalización religiosa que sólo obedecía a los intereses de la Corona Española (a diferencia de los demás países de Europa, donde los Tribunales de Santo Oficio obedecían a los intereses del Vaticano).

La Inquisición sólo tenía jurisdicción sobre los cristianos, no sobre los judíos. Por ello, sólo podía fiscalizar la “buena fe” de los que se habían convertido -forzosa o sinceramente-. En consecuencia, se empezó a urgir a la Corona a tomar medidas para que los judíos fuesen expulsados del territorio, situación que por fin se logró en 1492. Bajo el supuesto que todos los que se habían quedado en España se habían convertido, la Inquisición por fin pudo implementar su supervisión religiosa en todos los ciudadanos de la Corona Española.

Poco a poco se fue descubriendo un panorama muy complejo, especialmente porque muchos conversos conservaban ciertos hábitos propios de sus antecedentes o ancestros judíos. Esto no significaba necesariamente que siguiesen practicando la religión judía, pero en muchas ocasiones generó confusiones severas en los inquisidores. En consecuencia, se empezaron a tomar medidas para prohibir ciertas costumbres judías (como no comer carne de cerdo, no descansar el sábado, no cambiar la ropa de las camas los viernes en la tarde ni encender velas, etcétera).

Naturalmente, esto tampoco resolvió el problema, debido a que una cultura -y eso incluye a la religión o a los hábitos religiosos- no se puede eliminar por decreto.

Aquí el problema fueron las ambivalencias internas dentro del propio grupo de Judeo-Conversos.

Había de todo: desde los que se habían convertido sinceramente con el fin de dejar atrás una identidad que les resultaba un peligro, hasta los que sólo lo habían hecho por conveniencia para sobrevivir o para integrarse a la sociedad hispana.

Y aún dentro de cada grupo había subdivisiones: estaban los cristianos sinceros y dispuestos a romper con todo su bagaje judío, pero también aquellos que aun siendo cristianos sinceros no querían dejar de lado sus usos y costumbres heredados de sus ancestros. En el otro extremo, habían los que al no haber realizado una conversión sincera seguían preservando sus creencias, ritos y costumbres judías, y los que detestaban al Catolicismo pero no tenían interés en preservar los rasgos característicos de la vida judía.

En la mayoría de las ocasiones, este complejo panorama se llegó a dar incluso dentro de una misma familia.

A todo ello no ayudó el sistema implacable y poco transparente de la Inquisición, que al arrestar a una persona no le comunicaba ni cuáles eran los cargos ni quién lo había denunciado. El asunto se enredó todavía más porque muchas de las acusaciones contra Judeo-Conversos y sus descendientes fueron motivadas por envidias de tipo profesional o pleitos personales, no porque realmente practicasen la religión judía en secreto.

Esta dinámica viciada de origen obligó a los descendientes de los Judeo-Conversos a cuidarse mutuamente -salvo raras excepciones-, dado que habían entendido que ni siquiera los más sinceros y devotos católicos podían estar a salvo de una denuncia y de un proceso inquisitorial.

Inevitablemente, este tipo de familias pronto empezó a integrarse en grupos cerrados, lo que acrecentó las sospechas de sus vecinos y de sus párrocos, motivando con ello a que siempre estuviesen en continua movimiento, buscando lugares donde no fueran conocidos o donde incluso no tuviera presencia la Inquisición.

Por ello, a partir del inicio de la conquista del continente americano, muchos Judeo-Conversos o sus descendientes buscaron emigrar a lo que vinieron a ser las colonias españolas y portuguesas. Aunque España estableció una prohibición para que los “cristianos nuevos” no pudieren establecerse en las colonias de ultramar, la medida no funcionó. Hacia la segunda mitad del siglo XVI, según los registros de la Inquisición había una comunidad de practicantes clandestinos del Judaísmo tan bien organizada, que incluso contaban con un rabinato bien establecido.

La intolerancia de la Iglesia poco a poco fue cercando a los Cripto-Judíos, pero en el proceso llevó a la desgracia a muchos sinceros católicos cuyo único crimen fue tener ascendencia judía.

Ello provocó que los grupos se volviesen todavía más herméticos, y que prefiriesen vivir en zonas periféricas, especialmente donde tuvieran buenas opciones comerciales.

La actividad inquisitorial en contra de los descendientes de Judeo-Conversos continuó hasta 1650, cuando en el marco de la derrota de España en la Guerra de los Treinta Años, el interés político hizo que la Inquisición desactivara su persecución contra los “judaizantes”, e incluso que se liberara a los que estaban presos.

Dado que los registros de la Inquisición son nuestra mejor fuente de información documental sobre estas familias y/o personas, a partir de este punto es donde resulta más difícil seguir una pista segura sobre el grupo.

La perspectiva que han manejado muchos historiadores es que los descendientes de Judeo-Conversos simplemente desaparecieron, al ser asimilados a su entorno.

Pero es una perspectiva errónea. Hay muchos, demasiados indicios de que estos grupos sobrevivieron aunque de formas tan caóticas y complejas como ya se venían dando desde 1391.

Algunos de estos núcleos se mezclaron con la población circundante, a veces de origen español, pero también de origen nativo. En ese marco, se gestaron comunidades mestizas que, por razones lógicas, también fusionaron sus prácticas religiosas, surgiendo así una serie de costumbres que no pueden ser definidas como netamente judías, pero que evidencian que hay un origen hebreo.

En el otro extremo, hubo grupos que se mantuvieron intactos en cuanto a mezclas, pero que se asimilaron culturalmente al entorno, llegando a convertirse en sinceros cristianos pero con una extraña costumbre: sólo mezclarse entre “buenas familias” o “gente de razón”.

¿Quiénes eran estas buenas familias o gente de razón? Simple: otras familias de origen judío. Como en todo caso de sobrevivencia extrema, este tipo de familias desarrollaron extraños códigos sutiles para identificarse.

En provincia fue muy sencillo: a partir del siglo XVIII fue cuando empezó el verdadero proceso de mestizaje masivo en México (situación que sólo tuvo un paralelo en Perú). Hasta ese entonces, las poblaciones de origen europeo y nativo estaban claramente separadas, y la proporción de mestizos era muy reducida.

Con el incremento del mestizaje, las familias de origen judío que preservaron la costumbre de sólo emparentar entre ellos fueron encontrando un panorama cada vez más fácil: bastaba con encontrar a familias “blancas”. En amplias zonas de provincia, era prácticamente seguro que fueran de origen judío.

Se creó, de ese modo, una nueva identidad. Y es que no se le puede definir simplemente como “identidad judía”, porque en muchos casos miembros de estas familias olvidaron que su origen era judío. Sin embargo, lograban identificarse unas a otras y de ese modo preservaron su círculo cerrado. Sólo dentro de núcleos muy concretos de ciertas familias se preservó la información suficiente para conocer el origen de la familia, e incluso ciertos instrumentos litúrgicos, como algún viejo Talit (manto de rezo) o incluso unos Tefilín (filacterias).

¿Practicaban el Judaísmo? Sí y no. Dentro de los núcleos más duros sí, pero incluso parientes cercanos podían tener un nulo conocimiento de la religión judía, y ser sinceros cristianos.

Por eso se tiene que hablar de una “identidad nueva”: el punto de contacto de estas personas no era la religión judía, pero tampoco una forma especial de ser cristianos. Simplemente, era el miedo atávico, heredado de sus ancestros perseguidos por la intolerancia del Cristianismo de los siglos XVI al XVIII.

En el transcurso del siglo XVIII la fisonomía de estas familias evolucionó. Aparecieron familias mestizas con un alto porcentaje de prácticas de claro origen judío, lo mismo que familias asimiladas plenamente al entorno católico aunque sin mezclas. En el centro de ambos grupos, núcleos duros en los que se seguí preservando la fe de Israel, si bien de modo relativamente diluido (más en la cantidad de los contenidos que en su calidad) debido a la carencia de contacto con los rabinatos europeos.

Durante las últimas décadas del siglo XVIII empezaron a fundarse las primeras Logias Masónicas en México, principalmente gracias a mercaderes extranjeros. La Masonería estaba en pleno impulso de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, y eso le resultó atractivo a muchos judíos -hasta la fecha-, que por primera vez encontraron en el contexto cristiano una institución en donde podían ser tratados como iguales, y en la que -por lo menos en el caso del Rito Escocés- podían desarrollarse plenamente sin que nadie se metiera con su religión.

En las colonias españolas de ultramar no fue distinto: muchas personas de origen judío se integraron a las nuevas logias, pudiendo además darle cierta rienda suelta a su anti catolicismo casi natural, toda vez que la Masonería no mantenía muy buenas relaciones con la Iglesia de Roma en ese tiempo. De hecho, la Masonería también tuvo que desarrollarse en muchos lugares en cierta clandestinidad, y nadie mejor que los mexicanos de origen judío para dirigir ese tipo de dinámicas.

Ya en el México independiente la Masonería se convirtió en una institución plenamente asentada en el país, debido a que la abrumadora mayoría de los próceres que dirigieron la guerra de independencia fueron masones.

Toda esta oleada de tendencias liberales llevó al cierre de la Inquisición en 1820 (época para la cual era un aparato burocrático obsoleto que sólo se dedicaba a perseguir “blasfemos” o sospechosos de brujería). En este nuevo panorama relativamente cómodo, fue cuando los Cripto-Judíos realmente empezaron a desaparecer asimilándose a su entorno.

Pero ello sólo significa que se redujeron las familias o los núcleos que seguían practicando el Judaísmo en secreto. Muchas familias se redefinieron en el modelo mestizo, y conservaron muchos de los rasgos de identidad de sus ancestros. Y, por sorprendente que parezca, hubo núcleos duros que lograron sobrevivir a este proceso.

El nuevo ambiente donde esta sobrevivencia fue posible en muchos casos fue, paradójicamente, otra tendencia del Cristianismo.

A partir de 1872, empezaron a establecerse en México las misiones de las Iglesias Presbiteriana y Metodista, protestantes. Su principal apoyo estuvo en las Logias Masónicas, y todo era parte de un proyecto que en su momento diseñó el gobierno de Benito Juárez, con el objetivo de neutralizar la influencia de la Iglesia Católica en la sociedad mexicana.

Juárez no pudo implementar el proyecto, pero el intento de todos modos se hizo, aunque sin los resultados esperados. De cualquier modo, el Protestantismo entró y se estableció como una minoría religiosa desde entonces.

Por las mismas razones que muchas personas de origen judío se habían integrado a la Masonería décadas atrás, muchas familias igualmente descendientes de Judeo-Conversos se integraron al Protestantismo. Básicamente, por una ancestral animadversión hacia el Catolicismo.

De este modo, las nuevas iglesias empezaron a integrar congregaciones con todo tipo de gente: europeos, mestizos e indígenas. En ese marco, las familias de origen judío que todavía se mantenían sin mezclas hallaron un espacio donde se podían identificar sin demasiado problema.

Así, una especie de “aristocracia” Metodista y Presbiteriana floreció en las iglesias mexicanas, y en algunas de las más tradicionalistas subsiste ese grupo de familias “buenas y decentes” que se mantienen fieles a su congregación, pero que son muy reservados en su vida social, y más todavía en emparentar con cualquiera.

Como puede verse en estos grandes rasgos, estamos hablando de un proceso bastante complejo y con muchas aristas que deben comentarse por separado.

En consecuencia, en la próxima nota vamos a revisar un poco más a detalle cuántos tipos de personas o grupos se integraron en toda esta dinámica, para luego revisar lo que significó en el siglo XX el contacto con las comunidades judías llegadas de Europa o del Imperio Otomano.