Arnoldo-Kraus

ARNOLDO KRAUS

El mundo de hoy se divide en tres. Víctimas, victimarios y testigos. El vínculo entre los primeros es obvio; ese vínculo hace que el papel del testigo sea fundamental. Si no hay quien detenga a los victimarios continuarán ejerciendo sin recato. El mundo de los desheredados, de quienes carecen de voz, crece sin cesar.

A nivel comunitario abundan ejemplos. Desnutridos in utero, semaforistas que luchan a diario por su supervivencia, decapitados, mujeres violadas, tráfico de menores, migrantes, poblaciones que abandonan sus casas por las amenazas del narco, y enfermos sin recursos económicos son una muestra. A nivel nacional y mundial, 2013 fue el clímax de la sinrazón: 51,2 millones de seres humanos desplazados forzosamente supera todas las cifras y enfatiza el fracaso humano. En La condición humana (1933) André Malraux apelaba a la soledad frente al destino y a la solidaridad con los desfavorecidos. Sin testigos, la soledad se ahonda y la solidaridad no se da. La labor de los testigos es fundamental e inmensamente compleja. Sin testigos el mal se disemina y crece.

La complejidad radica en darles voz para lograr que quienes detentan el poder modifiquen, al menos un poco, sus conductas. Escuchar a los testigos, exponer sus vivencias y alimentar a la infancia, en casas y escuelas, con ética, civismo, otredad, y la tierra como hogar amenazado es indispensable. La frase, Eitam si omnes Ego nom, “aunque los demás lo hagan y lo consientan, yo no”, debería ser lema de escuelas, iglesias y clubes sociales. Esa idea podría resumir la filosofía de los testigos.

No se es testigo por decisión. Se es por lo que se observa y escucha. Se es por la educación familiar. Copio y me adhiero a la idea de Carlos Marx: “No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”. El ser social, lo que se mama en el hogar, en la calle, en la escuela, con los amigos, provee elementos para convertir a las personas en testigos. Testigo de uno, del mundo, del ser humano, del mal.

La voz de los testigos es imprescindible. No en vano el leitmotiv de los genocidas es el olvido. Los testigos dan voz a las víctimas y ofrecen su visión de los sucesos; los testimonios de ambos son instrumentos invaluables. Testimoniar es mirar, desde el presente, hacia atrás y hacia futuro. Aunque endeble y frágil, y ante evidentes fracasos de la justicia, local y universal, dar lugar a testigos es una vía pequeñita para restañar a víctimas y castigar a verdugos. Slobodan Milosevic fue llevado, entre otras razones, al Tribunal Penal Internacional de la Haya, por los testimonios de las víctimas.

La única forma de dignificar a las víctimas e impedir que su historia, y su vida sean borradas, es nombrarlas. En el mapamundi contemporáneo abundan las víctimas. Hojear el presente es demoledor: Siria, Gaza, Israel, Sudan del Sur, México (“guerra” contra el narco”), Egipto (gobierno contra los Hermanos Musulmanes), etcétera; migrantes, niños sometidos a prostitución infantil y seres humanos víctimas de trata de personas conforman otros grupos. Todas las víctimas comparten historias. Todas deberían ser iguales. Todas son obligaciones morales y éticas. De ahí la trascendencia de los testigos.

A diferencia del pasado, cuando otras matanzas se llevaban a cabo y “nadie sabía nada”, en la actualidad, cualquier persona medianamente informada sabe y se convierte en testigo de lo que sucede en cualquier rincón del mundo. Las víctimas pululan. Las fotos de los niños muertos aterran. Los niños asesinados son universales. Carecen de apellido, religión, raza, nacionalidad, y edad. Los niños siempre son niños. Duelen por igual. Ver la foto de una niña muerta es observar a la hija viva. Ver a la hija viva y a la niña muerta, abrasa, altera la vida.

¿Hay esperanza? A vuelapluma escribo, no, no la hay. Dos conflictos vivos ilustran mi desazón: En Siria han perecido cerca de 150 mil muertos desde que estalló la guerra civil; en el conflicto entre Hamas e Israel han fallecido cerca de mil 300 personas. ¿Hay esperanza?, pregunto de nuevo. Humanizar a los pequeños, en las escuelas, en las casas, explicándoles que en las tierras vecinas o lejanas, sus similares sufren y mueren, es una idea. Decirles, “aunque los demás lo hagan y lo consientan, yo no”, podría servir. Si no logramos sensibilizar, y “humanizar” a los niños y jóvenes, nada se puede hacer.

*Médico

Fuente:eluniversalmas.com.mx