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Al grupo radical islamista al Shabab le gusta comunicarse con los periodistas por medio de textos y llamadas telefónicas. Una de las corresponsales de la BBC cuenta cuán extraño es recibirlos.

Al grupo islamista radical al Shabab le gusta comunicarse con los periodistas enviándoles mensajes de texto o llamándolos por teléfono, algo que puede resultar inquietante y, a veces, surrealista, para quienes los reciben, como dice la corresponsal de la BBC Mary Harper.

Hace unos días, me desperté con un mensaje y una llamada perdida de al Shabab, que opera en Somalia y Kenia.

Como de costumbre, el mensaje estaba escrito en un inglés perfecto. Me informaba sobre un video que el grupo había producido, llamado “Más allá de las sombras”.

Decía que ofrecía un “retrato fiel” de lo que ocurrió cuando, el año pasado, unos comandos franceses trataron -sin éxito- de rescatar a un sospechoso de ser agente de inteligencia francés, al cual el grupo tenía como rehén.

Unos días más tarde, recibí otra llamada.

La clara y relajada voz al otro lado de la línea me informó que iba a recibir un mensaje de texto sobre el papel del grupo en la muerte de un alto oficial de policía en Somalia que había tenido lugar ese día.

Unos segundos más tarde, llegó el mensaje. Y poco después, otra llamada para confirmar que lo había recibido.

Ese es el patrón usual. Una llamada, un mensaje y otra llamada para chequear si el mensaje -o el comunicado de prensa, como al Shabab los llama- llegó.

Violencia de cerca

Recorriendo la lista de los mensajes en mi teléfono, puedo trazar la historia de los ataques de al Shabab.

Muchos de los más recientes han sido en Kenia.

Un mensaje de cinco partes, escrito en el estilo de un reportaje de una agencia de noticias, reivindica un ataque en un restaurante en Yibuti que es muy popular entre los extranjeros, o -como los llama al Shabab-, los “cruzados occidentales”.

Yo he visto de cerca los resultados de la violencia de este grupo.

Hace unos meses, estaba apenas a unos edificios más allá del hotel Jazeera Palace en la capital somalí, Mogadiscio, cuando fue atacado, primero por un atacante suicida en un auto y luego por otro, que había esperado hasta que llegaran los servicios de emergencia para conducir su vehículo hacia donde estaban y así asegurarse la máxima cantidad de víctimas.

Las explosiones de los carros fueron enormes. Las balas empezaron a volar cuando las fuerzas de seguridad trataron de vencer a los militantes de al Shabab que habían llegado en un minibús. Según me explicaron, la idea era asaltar el hotel.

En medio de todo esto, el blanco principal de ese ataque -un alto oficial de seguridad- llegó con su séquito al lugar donde yo estaba. Organizamos unas sillas en círculo para ellos y se sentaron como estatuas, en un silencio atónito y sepulcral.

La ejecución en la cama

A veces me es difícil relacionar esos actos de violencia extrema y aterradora con la voz calmada y medida del funcionario de al Shabab que me habla por teléfono y el lenguaje preciso y clínico de sus mensajes de texto.

Lo que empezó como unas llamadas breves sobre ataques particulares, con el paso del tiempo se ha convertido en discusiones más largas y amplias sobre las prácticas y filosofías del movimiento.

Ocasionalmente, hay espacio para el debate. Pero cuando pregunto sobre ciertos temas -el tratamiento de espías o del adulterio, por ejemplo-, el tono de la voz cambia. Se torna fría y mecánica, como si se hubiera aprendido las palabras de memoria.

La conversación sobre los espías la tuve en una mañana perezosa de domingo, mientras yo estaba aún en cama.

Recibí la llamada de al Shabab en mi cómoda y segura habitación. Escuché a la voz decir: “si usted es hallado culpable de espionaje, sólo hay un castigo: enfrentará al pelotón de fusilamiento en un lugar público. Todo el mundo debe ser testigo de la ejecución de un espía. El espía debe recibir tres, cuatro o cinco balas en la cabeza”.

Otro tipo de mensajes

Pero quizás la conversación más extraña que he tenido ocurrió en un día soleado afuera del Parlamento en Londres.

Llegué temprano a un evento así que me senté en el parque de afuera. Mi teléfono timbró. Vi las palabras ‘al Shabab’ en la pantalla. Lo que empezó como una actualización en el más reciente ataque en la costa keniana, terminó como un sermón sobre mi fe.

“¿Ha pensado en la vida después de la muerte?”, me preguntó el funcionario. “Mary, usted ya no va a estar aquí en 20, 30, 40 años. Le recomiendo seriamente que considere convertirse al islam”, añadió.

Todo el tiempo, imágenes de gente que conozco o conocí, que se han visto envueltas en los ataques de al Shabab, se me venían a la mente.

Algunos están muertos. Otros han sufrido heridas físicas horribles, como un político al que conocí, cuyo cuerpo fue destrozado en una explosión. Su piel negra ahora está llena de heridas de un color rosado crudo y violento. Y está sordo, por el daño que la explosión le causó a sus oídos.

Otros no llevan heridas físicas, pero brincan cada vez que oyen un ruido, así sea sólo un portazo, tiemblan cuando pasan junto a un auto estacionado en Mogadiscio, pues temen que explote, y sus corazones saltan cuando un desconocido se les acerca, pues puede ser un atacante suicida.

Ellos, como yo, han recibido mensajes de textos de al Shabab, pero de otra naturaleza: los de ellos están llenos de amenazas de muerte.

Yo nunca sé cuándo voy a recibir el próximo mensaje de al Shabab.

Puedo estar de vacaciones con mi familia o comiendo con amigos cuando, de repente, la pantalla de mi teléfono se ilumina y en ese momento dos mundos muy diferentes chocan.

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Fuente:prodigy.msn.com